31/12/13

Hilo

Leo un par de relatos de Kafka mientras defeco. Me dejan pensativo.
Salgo del baño en busca del móvil guiado por un impulso repentino. Lo dejé cargando y no recuerdo dónde. Miro en una mesa, y me tropiezo con una novela de Haruki Murakami: 1Q84. No puedo evitar leer las primeras páginas. En ellas menciona una sinfonietta de Janacek, compuesta en 1926, año en el que, subraya Murakami, Kafka llevaba ya dos años muerto. De nuevo, Kafka.

Por fin doy con el móvil, abro Instagram. Un inglés al que sigo ha colgado una foto, un detalle de la portada de 1Q84, de Murakami. Pienso en las coincidencias, en los hilos invisibles que unen unos sucesos con otros, unos pensamientos con otros. Me pregunto si el inglés y yo hemos estado defecando al mismo tiempo. Tal vez Murakami sincronizó también su tránsito intestinal.

Por supuesto,  sucedieron además otras muchas cosas, miríadas de diminutos acontecimientos, que no tenían absolutamente nada que ver entre sí.

24/12/13

Je me souviens XXXII

211.
Me acuerdo de que mi padre hacía vahos de Vicks Vaporub.

212.
Me acuerdo de que los numerosos cambios de acento y cortes en mitad de palabra no me permitían entender ni una frase seguida de las canciones de Mecano.

213.
Me acuerdo del Street Fighter.

214.
Me acuerdo de aquel disco de los pitufos maquineros.

215.
Me acuerdo del videoclip de Nothing compares to you, de Sinnead O´Connor. Y me acuerdo de que, en realidad, esa canción la compuso Prince.

216.
Me acuerdo de que jugaba a bombardear a las hormigas soplando por una pajita.

217.
Me acuerdo del Typex. Y de que me lo comía para ganarme la admiración de mis compañeros de clase.

218.
Me acuerdo de los polos Popeye.

219.
Me acuerdo de la melena larga, lisa y oscura de mi madre al salir de la ducha.

220.
Me acuerdo de un spot de Sanex en el que un hombre besaba la axila depilada de una mujer.

13/12/13

El Despertador

En mitad de la noche, se coló Mario en nuestra cama, prometiendo casi sin abrir los ojos que sería solo un minuto. Naturalmente, se sobrepasó con creces la hora límite, pero nadie tomó represalias, estábamos demasiado ocupados durmiendo, cada uno entregándose en solitario a sus sueños como adictos a la playstation. Alrededor de las seis de la mañana, algo nos despertó simultáneamente a los tres, quizá la lluvia en la ventana. Luisa trató de convencer a Mario de que se fuese a su camita, porque si no, dentro de poco le iba a molestar el despertador. Lo cogí en brazos y subí la escalera en dirección a su habitación. Me pareció que estaba algo tenso, pero supuse que se debía a que no deseaba regresar a su cama. Tras unos instantes de silencio, me miró y me preguntó con cierta inquietud "¿va a venir el Despertador?". Y esa pregunta abrió de pronto la puerta a todo un mundo de historias, historias de otros tiempos, aquellos en los que un señor encendía las farolas, y otro dejaba la leche en la puerta. Y estoy convencido de que en ese mundo, en ese tiempo, hubiera encajado de maravilla el Despertador, un hombre encargado de despertar a la gente por las mañanas, para que no se les fuese el santo al cielo. ¿Cuál sería su método? ¿Unos suaves golpes en la puerta? ¿Se atrevería quizá a colarse en la casa para posar la mano en el hombro y susurrarnos nuestro nombre al oído ? ¿O despertaría a cada uno según la inspiración del momento, dejándose llevar por la situación, por la simpatía instantánea que se adueñara de él al descubrir a una  joven con el aliento fresco, o bien el rechazo que pudiera provocarle otro rostro abandonado, flácido, aplastado contra la almohada, quizá manchada con un rodal de saliva sanguinolenta? ¿O contaría tal vez con alguna herramienta, como por ejemplo una campanita? ¿Iría con uniforme? Sin embargo, por la expresión de mi hijo, no hablamos de un señor salido de Cinema Paradiso, sino quizá de un personaje siniestro y escurridizo de una pesadilla de Tim Burton, un ser más terrible si cabe que el hombre del saco, un señor amargado probablemente por el insomnio crónico, que se dedica a ir de casa en casa, de dormitorio en dormitorio, para bajarnos la manta, hacernos cosquillas en los pies, taparnos la nariz, cualquier cosa que le permita cumplir con su maligno propósito: abortar nuestros sueños más hermosos.