25/3/12

Encuentro

Cruzamos el parque despacio, muy despacio. El sendero está plagado de piedrecitas blancas que él va recogiendo como si fueran diamantes. Aún no se cree del todo que tener cosas en el bolsillo sea realmente tenerlas, así que trata sin éxito de sostener todas las que le parecen valiosas o atesorables en esas dos manos diminutas. Cada vez que añade una a su colección, pierde otras dos, que trata de recuperar pacientemente. Un poco más allá hay una señora paseando un perro (aunque también puede que sea un gato o un roedor bien alimentado). Informo a M de la presencia del cánido, y abandonando las piedras con desprecio, se lanza a la persecución del perrito, que no termina de decidir si escapar o quedarse a olisquear el pañal del recién llegado.

-Mira -le digo-, un perrito.

-Mira -dice la señora dirigiéndose al insignificante chucho-, un niño.

16/3/12

Elegía por un chopo de mi barrio

¡Que crezcan los árboles en nuestras calles! ¡Que nos regalen su fresca sombra en los días calurosos y blancos! ¡Que coloreen el asfalto con sus hojas otoñales! ¡Que sus ramificaciones desnudas estimulen en invierno una dulce nostalgia! ¡Que alberguen entre su verdor los trinos y silbidos primaverales! ¡Que crezcan, que lancen sus ramas frondosas hacia el cielo, que nos distraigan con su orgánica exuberancia del hormigón sucio, del ladrillo aburrido, de las telarañas de cables que nos retienen en la ciudad! Sí, que crezcan, que crezcan… pero no demasiado.

Un jardín es vegetación domesticada, flores y plantas siguiendo un patrón, el dictado de nuestro caprichoso sentido de la belleza. Un jardín es una batalla constante entre el artificio de la geometría y el laberinto, y una naturaleza amante del experimento y del caos. Cuando el jardín se rebela, cuando el jardín se vuelve salvaje, la revolución se ataja con mano dura, con rastrillos y palas, con tijeras y sierras.

Cada vez que pasaba junto al gran chopo de la calle Alhambra, me abrumaba su poderío de árbol viejo y mágico, su silueta orgullosa, digna de aparecer en el blasón de la familia más noble. Pasaba por la calle Alhambra y, de pronto, me veía obligado a aminorar el paso, hipnotizado por la explosión de ramas que sobresalía incluso por encima de los tejados vecinos.

Cuando escuché el mugido atronador de las sierras mecánicas y vi caer los enormes bloques de tronco blanco, en ningún momento pensé en la palabra poda, sino en la palabra amputación. Algunos curiosos asistían como liliputienses a la tortura del gigante, que soportaba su suplicio con el silencio de los valientes. Incrédulo ante la evidencia, quise creer que tal vez pretendían tan solo meter en vereda al rebelde, encauzarle, ayudarle a retomar el buen camino: el nuestro. Sin embargo, cuando hoy he visto a lo lejos la fachada del edificio que solía esconderse tras el gran chopo, he recordado con pesar que ningún imperio perdonaría jamás a ningún Espartaco.

En la acera hay ahora solo un tocón. Y hasta su mínima expresión conserva un aura de grandeza. Sí, es un tocón, pero uno que podría servir de mesa al mismísimo Rey Arturo y sus caballeros. Pero descartada la posibilidad de arraigar en la leyenda, el coloso vive ahora una vida de lombriz, los tentáculos de sus raíces escapando bajo tierra en todas direcciones. Y sé que también esta huida tendrá un abrupto final, en cuanto choque ciegamente contra una cañería o haga saltar los azulejos de la cocina del presidente de alguna comunidad vecinal.

14/3/12

Conversación robada III. Venganza.

-¿Se ha leído este montón de libros?

-Sí.

-¿Y le han gustado?

-Psé…

-Buah, yo no me leo un libro así como así. Me leo el prólogo y cuatro o cinco páginas, y si no me gusta, lo cuelgo.

-¿Lo cuelgas?

-Sí, lo cuelgo en la estantería.

Ha pasado un día ya, y esa frase aún me hace temblar las rodillas. Que yo sepa, los libros no se cuelgan. Algo me dice que este señor no encuentra muchos libros que le gusten. No me atrevo a imaginar cuántos escritores habrán terminado colgados de su estantería.

11/3/12

Conversación robada II. Búho.

Los tres chicos suben entre risas al autobús, sus alturas tan gradualmente escalonadas como si fueran los hermanos Dalton. Si no fuera por el hecho de que no suena música alguna, cualquiera juraría que nos encontramos en el momento álgido de la noche de una discoteca de moda. El conductor nos exhorta cual DJ a juntarnos aún un poquito más. El de en medio de los Dalton se da cuenta de que en el amplio asiento para obesos hay una chica bastante delgada, y se apresura a sentarse a su lado, para que nadie pueda decir que en ese autobús se está desaprovechando siquiera un centímetro cuadrado. La chica, lejos de parecer molesta, abre mucho los ojos, gratamente sosprendida por el giro que ha dado su noche.

-¿Qué? -pregunta el chico muy cerca de ella-. ¿A dónde vas?

-A casa.

-Ah, ¿dónde vives?

-En Lucero, -y aunque todavía no logro entender cómo lo hila sin que quede artificial, añade- vivo sola. ¿Y vosotros, vais ya también para casa o seguís de fiesta?

-Seguimos, seguimos. Estábamos por Huertas, pero nos ha llamado la prima de este, que hace una fiesta en su casa, en Aluche. Así que para Aluche que nos vamos.

El autobús sigue engullendo gente como un gusano descomunal, por cuyo sistema digestivo me veo obligado a seguir avanzando. Casi he perdido de vista a la pareja protagonista, pero a cambio, voy a parar justo en frente de los secundarios, el alto y el bajito. En frente quizá no es del todo exacto, casi parece que estamos bailando juntos una balada.

-Joder, qué hijoputa.

-Mira cómo tiene la mano ella, ya verás como en una o dos paradas, le acaba abrazando la espalda. Qué cabrón.

La mayor parte del tiempo, los amigos guardan silencio (supongo que tal vez no suelen hablarse mucho, dado que siempre están separados por el Dalton de enmedio). A veces sí comentan algún chisme sobre no sé quién, o las ventajas de tener un móvil específico para salir, pero siempre terminan hablando de lo mismo, como si los del asiento para obesos tuvieran una fuerza gravitatoria que impidiera hablar de cualquier otra cosa. Así que mientras aquel despliega su juego, el dúo sacapuntas se convierte en una improvisada pareja de comentaristas deportivos.

-Lo peor es que este se queda en el bus, ya verás.

-Qué hijoputa.

-Joder, macho, que le dé el guasap y ya está.

-Qué hijoputa.

-¡Eh, putero! -le grita uno de ellos entre la multitud-.

-¡Gigoló! -añade el otro.

-¡Venga, que nos bajamos en esta! -mienten los dos.

Durante un par de paradas, interrumpen los comentarios. El conductor quiere también su momento de gloria, y grita a los nuevos que tratan de colarse por la puerta de atrás, y a los antiguos, exhortándonos a que sigamos circulando; su autobús debe de parecerle un tren de veinte vagones. Además, desde su puesto no logra ver las capas de viajeros que se han ido fundiendo contra la luna trasera, como si fueran líneas completas del tetris.

Al poco, se une a nosotros la pieza que faltaba. El héroe regresa a casa con una sonrisa descomunal por botín.

-¿Tengo rojo? -les pregunta a sus amigos.

-No, no, pero ¿qué te ha dicho?

-Pues nada. Ha empezado con que le habíamos hecho gracia, que ella tenía la risa fácil. Y nada, que vive sola y que si quería, pues que me fuera con ella. Ahora no sé cómo se llamaba, pero bueno, me ha dejado una perdida. Veintiocho años.

-Qué hijoputa.

-Estábamos hablando y, de pronto, me estaba comiendo la boca, por eso os pregunto si tengo rojo.

-Joder, pero ¿te gusta?

-Sí, sí me gusta. Y si encima tiene piso y es de follar fácil…

8/3/12

Secretos

No, sin duda, ningún crío se pone de pie en clase para decirle al profesor que de mayor quiere ser chivato. Es una de esas actividades que no tienen nada que ver con aptitudes, voluntades o vocaciones, sino con algo mucho más profundo: la propia identidad. El chivato no nace ni se hace, simplemente es.

Uno se esfuerza en escribir mejor, en pulir las ideas, en crear una atmósfera determinada, pero no hace falta poner ningún empeño en ser rubio… o calvo. Se es o no se es (frase cacofónica donde las haya). Y he descubierto, a mi pesar, que yo lo soy. Sí, calvo también.

En un fin de semana destapé dos secretos, una media que no creo que superen muchos delatores profesionales. Claro que yo ni siquiera sospechaba que tuviera que guardar silencio (eso a ningún chivato le entra en la cabeza): si se puede contar lo que nos han susurrado al oído, nada nos impide hacer circular las historias que no llevan el sello de top secret. Yo diría más: casi nos sentimos en la obligación moral de airearlo lo antes posible, con la premura del que salta de la taza del retrete nada más acabar y abre la ventana de un manotazo para que no llegue a las fosas nasales del siguiente el insoportable hedor que hemos provocado.

El primer secreto lo solté en un picnic campestre, como quien abre las manos para que eche a volar una hermosa paloma blanca. Ahí estaba P, un conocido con el que seguramente no conversaría si no fuera porque los dos solemos terminar en el corrillo de los fumadores. P se divorció hace unos meses y ahora comparte piso con un amigo. Preguntarle por el divorcio, un tema tan delicado, hubiera sido de mal gusto, pero mientras trataba de dar forma a unos aros de humo que no lograrían rellenar el silencio por mucho más tiempo, recordé que V, un amigo común, me comentó que P estaba algo cansado ya de las peculiaridades de su compañero de piso y que tenía planeado mudarse en breve, así que con toda la inocencia que me ha sido conferida, le pregunté: "¿Qué, te has mudado ya?". P torció el gesto y soltó humo por la nariz, aunque me había parecido verle apagar el pitillo unos minutos antes. Inmediatamente, se giró hacia J, otro amigo suyo.

-Joder, J, ya te vale, tío.

Al parecer, P le había confiado sus planes únicamente a J. De hecho, su compañero de piso no había sido aún informado. J se lo había contado a V. Y V me lo había contado a mí. Ahora yo cerraba el circulo, como otro gigantesco aro de humo que señalaba a J como delator original. El delator delatado. P, molesto, le reprochó a su amigo su falta de discreción, meneando la cabeza incrédulo y decepcionado. Como es lógico, P no quería que su compañero de piso se enterase por otro. Mientras seguían a lo suyo, apagué silenciosamente el pitillo y me alejé en dirección a la mesa plegable. Allí me llené la boca de patatas fritas, en un desesperado intento de obligarme a mantener, aunque fuese durante unos segundos, la boca cerrada.

El otro secreto lo trinché en la cocina como a un pollo asado. B anda últimamente muy estresada. La presión en el trabajo, las hospitalizaciones recientes de su padre, los niños... El caso es que hace unas semanas se desmayó. Los médicos lo atribuyeron inequívocamente a un ataque de ansiedad. B es muy suya para estas cosas, y, en parte por no preocupar y en parte porque prefiere llevar todas sus cargas ella sola, no se lo comentó a P, su madre. Al menos, no inmediatamente. Y, cuando lo hizo, omitió el episodio del desmayo. Y con la madre estaba yo precisamente en la cocina, preparando unos tentempiés, cuando comentó:

-Pues parece que B tuvo un ataque de ansiedad hace dos semanas…

Si conservar un secreto es tan difícil como sostenerse en equilibrio sobre el palo de una escoba, mantenerlos con unos sí y con otros no, o entrar en el juego de las medias verdades, es como intentar subirse a ese palo en mitad de un terremoto. En cualquiera de los dos casos, yo no aguantaría ni un segundo. Ya me costó lo mío aprender a ir en bicicleta, y eso con ruedines.

-Sí, bueno -dije, yo- el del desmayo, ¿no?

-¿Qué desmayo? -preguntó extrañada la madre-.

Otra de sus hijas, viendo que la cosa ya no tenía remedio, le contó a su madre lo sucedido, pidiéndole al acabar, eso sí, que no le dijera a B que se había enterado por ella. Tan sigiloso como de costumbre, cogí un plato de triángulos de queso con una mano, y uno de jamón con la otra, y salí rápidamente, como temiendo que las tapitas llegaran frías a la mesa, y ya se sabe que el queso y el jamón fríos no valen nada.

Después de este fin de semana, algunos chivatos, avergonzados de su naturaleza, se prometerían seguramente hablar menos de ahora en adelante o procurar no enterarse de nada susceptible de ser contado. Yo, sin embargo, puesto que se me antoja una batalla perdida de antemano, he optado directamente por colgar las historias en la Red.

6/3/12

Los siete magníficos

Avanzan muy despacio, a cámara lenta, como si sospecharan que la Historia les vigila de cerca, y que un día se hablará de ese momento, de cada uno de sus pasos hacia la lejana línea del horizonte. Avanzan hombro con hombro en perfecta formación, dejando entre ellos el espacio justo para no tropezarse unos con otros, para no enturbiar la épica de sus movimientos individuales. Avanzan como un solo ser, indivisible e indestructible, como si el tiempo y el espacio les pertenecieran, y, por más que lo intento, con gestos entrecortados cada vez más angustiosos, no encuentro la manera de adelantarles y seguir mi camino. La acera es suya.