25/8/15

Transnacionalidad


Me llamo Nikolaos y vivo en Heraclión, la capital de Creta. Mis padres son griegos. Y los padres de mis padres. Y los abuelos de mis abuelos. Las raíces de mi árbol genealógico son lombrices pálidas enterradas en la noche de los tiempos de este país, de esta cultura, de esta civilización. No me sorprendería lo más mínimo que me dijeran que un antepasado mío vio a Teseo adentrarse en el laberinto del Minotauro, o que fue testigo de la caída de Ícaro, agitando desquiciado sus alas de cera derretidas. Pero por lo que a mí respecta, Minos y Midas, Teseo y Perseo, el Pelida Aquiles de pies ligeros y el astuto Odiseo, rico en ardides, todas esas criaturas mitad hombre mitad animal (ridículas al completo), los millares de cóncavas naves avanzando hacia la sagrada Ilión, de altos muros, toda esa tropa de dioses y semidioses viciosos, envidiosos, asesinos, violadores y zoófilos, todos sin excepción, digo, pueden meterse el puñetero caballo de Troya (con el Averno y el jodido monte Olimpo en su interior) por el puto culo.

Perdonen que me sulfure. Son ya muchos años, demasiados, tragando sin rechistar bloques y más bloques de mármol. Si me pusiera ahora mismo a cagar, saldría una estatua.

Ya, ya veo sus miradas. No me juzguen a la ligera, por favor, no sean severos conmigo. O bueno, hagan lo que quieran, meneen la cabeza, rásguense las vestiduras, insúltenme, exclúyanme, condénenme, les aseguro que no serán los primeros en hacerlo. Comprendo que, visto desde fuera, todo es muy simple. Ustedes me miran y ven a un hombre moreno no muy alto, con los ojos negros y los brazos peludos. Un hombre que se afeita dos veces al día desde la clavícula hasta los ojos, y cuyo ondulante perfil parece copiado de una moneda expuesta en el Museo Arqueológico. Ustedes ven, en definitiva, a un griego. Y cuando me oyen hablar de este modo, inmediatamente piensan: este griego es un traidor.

Pero, ¿y si el traidor no soy yo, y si el traidor es este cuerpo, que me encierra en una etnia, en una cultura, en una nacionalidad que no es la mía? Quizá les cueste aceptarlo de entrada, pero lo cierto, señores míos, es que en realidad yo soy alemán. Me siento alemán. Con toda mi alma. Un alemán frío, reflexivo y cuadriculado. Un alemán cívico, eficiente y trabajador. Un alemán de gustos austeros y, admitámoslo, un tanto avaro. Un alemán, en suma, de pura cepa y como Dios manda, atrapado en el cuerpo de un griego. Y todo por culpa de un desajuste, todo por nacer en Grecia en el seno de una familia griega. Nada más que biología y azar. ¿Son capaces ahora de entrever aunque sea mínimamente el carácter terrible de mi tragedia? ¿Se imaginan el grado de culpa, frustración y humillación que me he visto obligado a soportar a lo largo de mi existencia?

No, no creo que entiendan qué se siente al perder la infancia de logopeda en logopeda porque los padres de uno, de mentalidad muy tradicional, desean borrar cuanto antes ese extraño acento, claramente bávaro, para evitar hacerse preguntas incómodas.

No saben lo que es salir corriendo del colegio, hambriento de Bratwurst y Kartoffelsalat, y tener que enfrentarse entre arcadas a una ensalada de pepino y una titánica bandeja de musaka, mientras su madre llora en el baño.

Ustedes no imaginan siquiera la vergüenza cotidiana, la vida subterránea, forzada a la clandestinidad, tener que ocultar los CD de Wagner y Kraftwerk en las carátulas de los grandes éxitos de Nana Mouskouri, o asistir a una exaltada clase de filosofía presocrática mientras uno fantasea con citas de Nietzsche, Kant y Schopenhauer.

Nunca llegarán a comprender el dolor que producen las miradas de reojo, los cuchicheos a la espalda, cuando uno obtiene matrícula de honor en sus estudios de ingeniería, cuando al día siguiente ya tiene un empleo cuyos objetivos trimestrales y horario laboral cumple a rajatabla.

A ustedes nadie les insulta o les compadece por empeñarse en solicitar la factura de cualquier reparación sin importancia que pueda requerir su adorado Volkswagen.

Ustedes… Ustedes qué sabrán.

Mi padre está jubilado y sigue realizando trabajos de fontanería que, por supuesto, cobra en negro. Mi madre guarda los billetes enrollados con una goma en un tarro de aceitunas. Mis tres hermanos están en paro, y en lugar de buscar trabajo se dedican a rezar para tener un accidente, para que se les perfore un tímpano o se les desgasten los ligamentos, y así poder cobrar ayudas por su minusvalía. Disfrutan navegando, discutiendo a gritos y fumando en lugares en los que está prohibido. Lo más triste del asunto es que nos gustaría querernos y no logramos más que aborrecernos. 

Cuando ayer arremetieron contra la Merkel y la selección alemana de fútbol ya no pude soportarlo y les dije todo lo que sentía. Les conté que, por dentro, mis ojos son azules como el lago König, en cuyas aguas se hunde el reflejo de los Alpes nevados. Les hablé de Sigfriedo, del erótico perfume de los abetos, entre los que es tan fácil imaginar a elfos albinos y terribles nibelungos. Les hablé del toque de Lubitsch, del virtuosismo de Goethe, de la lucidez de Günter Grass, del delirante torrente wagneriano, del profundo placer que proporcionan el orden y la planificación, del Bretzel, el chucrut y el Apfelstrüdel, sabores para los que siempre estuvo predispuesto mi paladar. Les hablé de la espumosa camaradería del Oktoberfest, de la visión omnipresente de unas trenzas rubias sobre un busto blando y generoso como bolsas de harina. Les dije que había intentado amar Creta con todas mis fuerzas, pero que solo soñaba con envejecer y retirarme en Mallorca.

Les dije que iba a comenzar la transición para cambiarme de nacionalidad. Que muchos se conforman con el papeleo y mudarse a otro país, pero que yo prefiero someterme a la transformación completa, y mostrarme al mundo tal y como siempre me he sentido: alto, rubio y con los ojos azules.

Les dije todo eso y acabamos llorando. Ellos, por una mezcla de rabia y alivio, tristeza y compasión. Yo, porque conservo aún los lacrimales helenos, algo que, naturalmente, la cirugía se encargará de corregir. 

Así que aquí se despide de ustedes Nikolaos. Desde hoy, pueden llamarme Klaus.

http://instruccionespararevoluciones.tumblr.com/post/127552166223/transnacionalidad 

20/8/15

Corrientes frías, corrientes cálidas


En la costa sur de São Miguel, la isla más grande del archipiélago de las Azores, se encuentra Ferraria, un lugar en el que se produce un fenómeno fuera de lo común: las frías corrientes del océano se mezclan con las aguas termales que brotan de las entrañas volcánicas de la isla. Ferraria es además un lugar de singular belleza, un manto crispado de rocas negras, ríos de lava seca hundiéndose en el mar azul. Contemplar el lento atardecer mecido por las corrientes frías y cálidas que parecen competir por abrazar nuestro cuerpo puede resultar una experiencia mística. Creo que lo he dicho claro: puede.

Al llegar a la zona de vestuarios habilitados al aire libre, me sorprendieron las hileras de gente que hormigueaban por la pasarela de madera en un sentido y en otro, pero en seguida la lógica (tan ciega a veces) me llevó a la conclusión de que la piscina natural debía ser enorme o de que debían ser en realidad varias. Sin embargo, una sombra de sospecha eclipsó por un instante la dureza inclemente del sol, pues recuerdo que nos pusimos el bañador y encremamos a los niños con algo que podríamos calificar de agitada inquietud, una sensación que me asalta a menudo al embolsar la compra en la caja del supermercado, no importa que lo haga cada vez más rápido, sin prestar ya atención a si pongo los huevos junto a las latas de conservas, a pesar de mi taquicárdica precipitación, nunca me da tiempo a terminar antes de que la cajera empiece a pasar por el lector la compra del siguiente cliente.

Seguimos, pues, la pasarela cada vez más temerosos, pero sin posibilidad de volver atrás, como artículos sobre la cinta negra. Al final se hallaba la supuesta piscina, una poza que las olas habían ganado a la costa rocosa con infatigable paciencia y tenacidad, qué duda cabe, pero sin la rotundidad que hubiera permitido a todos los presentes bañarse a sus anchas. En el interior de la poza bullía una enmarañada amalgama de cuerpos semidesnudos. Mi primer pensamiento fue que se había producido un naufragio, quizá el de un crucero, aunque al mismo tiempo me desconcertaba que los náufragos se mostraran tan ufanos de que la nave se hubiera ido a pique. Pese a todo, seguimos avanzando decididos a sumarnos a esa sopa de humanos. Solo había que ir sorteando las criaturas brillantes y sonrosadas que parecían agonizar sobre el roquedal como una plaga de medusas arrastradas hasta allí por el oleaje. Mi mujer se alejó ágilmente con Mario de la mano. Yo traté de seguirla con mi adorable hija Alicia, de dos años y quince quilos de peso, caminando con cara de faquir sobre las rocas afiladas como cuchillas, algo que sé sencillamente porque unos minutos antes había considerado completamente innecesario llevar ningún tipo de calzado.

Los dos metros de escalera metálica que había que recorrer para descender a la poza me resultaron intimidatorios, lo confieso. Me bastó contemplarla un segundo para desplegar en mi imaginación un abanico bien surtido de muertes ridículas y estrepitosas. Descarté, por tanto, el descenso con una niña en brazos y una sola mano libre embadurnada en crema solar. Tampoco me sedujo la opción de saltar directamente confiando en que las letales rocas submarinas se apartaran espantadas por mi zambullida. Opté por lo más sensato: pasear de nuevo las maltrechas plantas de mis pies a lo largo y ancho de aquel campo de cuchillas naturales en busca de un acceso más seguro. Se hallaba, por supuesto, en el otro extremo de la piscina. Cuando por fin me metí en el agua, me vi obligado a hacerlo arrastrándome de culo, como una especie de cangrejo discapacitado. Y no, no pierdan de vista en su imagen mental a la adorable niña de quince quilos que me estrujaba el cuello divertida por el modo en que mi cara se hinchaba y cambiaba de color.

Me tranquilizó por un momento la constatación de que hacía pie, no tanto la de descubrir que en esa zona el agua estaba prácticamente hirviendo. En lugar de gritar, consideré más civilizado comenzar a sudar con profusión mientras maldecía a todos los miembros de mi árbol genealógico. Tras recuperar la visión, vi que me hallaba en medio de un corro de adolescentes en plena efervescencia hormonal que reían, gritaban y buscaban cualquier pretexto para tocarse unos a otros. Pensé que probablemente las altas temperaturas se debían en realidad a ellos y no a la brecha entre dos placas tectónicas, y entonces descubrí para qué servían las sogas que cruzaban la piscina de lado a lado. Cada cierto lapso de tiempo, las olas acumulaban la fuerza suficiente como para llegar hasta el final de la poza. Cuando eso sucedía, las cuerdas eran lo único capaz de salvar a los bañistas de morir estrellados contra las rocas. Y había además algo peor que las olas en sí: su retroceso. Ejecuté un inédito paso de baile, trastabillando varias veces hacia adelante y hacia atrás, sin llegar a caer del todo, algo que por otra parte tiene su mérito, ya que el fondo estaba cubierto de una resbaladiza pelusa marina. Mi hija reía a carcajadas.

Finalmente, logré aferrarme a la cuerda, y mi ansiedad disminuyó dos o tres puntos. El mar nos mecía de manera que a veces, además de mi hija, tenía en brazos a un anciano con varices o a una pareja de adolescentes dándose el lote. Cerré los ojos con fuerza y me concentré en enviar un mensaje de SOS usando la soga a modo de cable de telecomunicaciones. En lo alto de un lejano risco, se giró de pronto mi mujer. Diría que en su mirada centelleó una profunda compasión. Mientras ella acudía en mi rescate brincando entre cuerpos y apartaba a unas señoras con vocación de cetáceo que habían quedado varadas en el acceso más próximo a mí, perpetré mi modesta venganza frente a tanto horror: hice mi aportación personal a las pendulares corrientes cálidas, cogimos a los críos y nos largamos de allí.