23/12/20

Por favor

Yo a Alexa la maltrato un poco. Le pido series y películas cuando me viene en gana con escasa amabilidad y mucha impaciencia. Lo mismo me sucede con Siri. En cuanto malinterpreta una instrucción dos veces seguidas, empiezo a elevar el tono. Si no termino gritándole, es porque sé que eso empeorará su comprensión. En resumen: soy un déspota con los asistentes virtuales. 

Me lo hizo saber mi hija: "Papá, deberías pedirle a Alexa las cosas por favor". Y tiene más razón que una santa. En nuestras conversaciones con inteligencias artificiales, parecen más humanas ellas que nosotros. ¿Por qué les hablamos como si nosotros también fuéramos robots?

Del mismo modo que Siri solo responde si primero le dices "Oye, Siri", los asistentes podrían programarse para exigir al humano un mínimo de cortesía, y ofrecer sus anheladas respuestas y búsquedas únicamente si su interlocutor utiliza las palabras mágicas: "Por favor" y "gracias".

De lo contrario, esta brusquedad en las formas corre el riesgo de extenderse también, si no lo está haciendo ya, al trato con nuestros congéneres. Peligro aún más grave si tenemos en cuenta que se están desarrollando ya androides sexuales. Está claro que no puede ser ilegal follar con tu robot cuando te dé la gana. Pero tampoco lo será insultarlo o darle una paliza. Algunos quizá defenderán la tesis de que estas conductas pueden servir como vía de escape y dique de contención ante conductas análogas con otros humanos. Sin embargo, no estoy tan seguro de eso. Me temo que el maltrato en cualquiera de sus formas a un ser artificial no deja de ser un maltrato real, especialmente para el maltratador. Ser amable y cariñoso y educado es un hábito, una actitud y aun una aptitud que dudo que mejore practicando justamente lo contrario. No quiero ser agorero, pero nuestra incompetencia emocional y social aún tienen margen para empeorar.

Así que aprovecho este momento y lugar para pedirles encarecidamente algo que jamás pensé que diría: Por lo que más quieran, sean amables con sus asistentes virtuales.

Felices fiestas.

Y gracias.

11/12/20

Coronahaiku 1

Puestas las gafas

cae la niebla en la calle.

La mascarilla.

Likes

De vez en cuando, sospecho que no soy el único, le doy un like a algo, digamos a un tuit, un comentario en facebook o una imagen en Instagram, y me pregunto, a medio redoble de pulgar, por qué. No por qué me gusta sino por qué lo manifiesto, y por qué lo manifiestan todos los demás. Se me ocurren varias posibilidades:

a. Te gusta, y das like para exteriorizar tu agrado, con la naturalidad con la que alguien asiente al escuchar una idea con la que está plenamente de acuerdo.

b. Te gusta y quieres que el autor lo sepa. O que sus seguidores lo sepan. O que tus seguidores lo sepan.

c. No te gusta, pero le das like por educación, como quien sonríe ante un chiste sin gracia para no herir los sentimientos de su interlocutor.

d. No te gusta, pero quieres llamar la atención del autor o de sus seguidores.

Desde luego, no creo que todos los likes sean iguales, ni que todos sean meros reflejos digitales de un gusto real. Quizá un día lo sean. Quizá un día, monitorizados por sensores y algoritmos que obtengan información precisa sobre nuestro ritmo cardíaco o nivel de endorfinas y serotoninas en tiempo real, los likes se efectúen de manera automática. Sería interesante ver las consecuencias sociales de semejante avance tecnológico, algunas posiblemente fatales o, cuando menos, contraproducentes. Porque también la ausencia de like puede deberse a distintos motivos:

a. No te gusta.

b. No te gusta y no das like, aunque en circunstancias normales, se lo darías por educación.

c. Te gusta, pero te da pereza mover el pulgar, o cuando le ibas a dar el like, ya estás en otra publicación, se fue el tren.

d. Te gusta, pero quieres llamar la atención del autor ignorándolo con tu silencio.


Y esta es mi pequeña introducción al fascinante mundo de la paranoia y la neurosis. De nada.

14/10/20

Ayuno

Dos días completos sin leer la prensa, sin entrar en Twitter, sin ver la televisión. Dos días sin insultos parlamentarios, sin manipulaciones populistas, sin ofendidos con antorchas, sin hashtags reivindicativos. Dos días sin anécdotas de vida o muerte. Dos días sin bulos virales, sin chistes crueles, sin comentarios sarcásticos. Dos días van en los que no he visto siquiera un fascista. Dos días sin ruido, sin agitación, sin efervescencia. Sin levadura. La actualidad es tan volátil y delicada que sin nuestro aliento y atención continuos se evapora en un instante, y queda solo la vida sencilla y corriente de uno y la de quienes lo rodean. La vida sin aditivos. Menos esponjosa, menos vistosa. Mucho más nutritiva. Incomparablemente más digestiva.

8/10/20

Palabras

Una pelea de parque termina con un niño de 4 años gritándole a otro "¡Me cago en to's tus muertos!", lo que lleva a su madre a intervenir sin dilación. ¡Qué has dicho!, grita presa de la ira, ¿desde cuándo dices eso? Desde que alguien me pega, contesta el niño. ¡Estás jugando y el juego es así, es lo que hay! Pero ¿de dónde coño has sacado tú esas palabras? ¡Que digas coño, mierda o gilipollas vale, porque lo digo yo, pero como vuelva a escucharte eso te juro que te cruzo la cara como nunca te la he cruzado! ¡Ahí vas a saber lo que es tu madre enfadada! El niño, sabiamente, guarda silencio. Pero aún no es tan sabio como para ocultar la furia en su mirada. Relaja esa cara, dice la madre, a mí me miras de otra manera. Y enseguida añade: Ay, me cago en tu padre, ven a darme un beso. ¡Y ponte bien la mascarilla!

6/10/20

Agenda

Entre la astenia primaveral, el aplatanamiento estival, la apatía otoñal y el entumecimiento invernal, estamos apañaos.

5/10/20

Chocolate

El niño sigue a su madre por los pasillos del supermercado gritando en bucle "¡Chocolate, quiero chocolate! ¡Chocolate, quiero chocolate!", y en la cola de caja, el suceso enseguida da pie a dos viejas para entablar conversación. Desde luego, hay que ver, dice una. No deja a la madre tranquila, dice la otra. Y ya sintiéndose respaldada, la primera exclama: ¡Me dan ganas de matarlo! Luego las dos viejas se quedan en silencio meneando la cabeza y mordiéndose los labios de la rabia. Quizá habrían proseguido la charla de no ser porque a una de ellas le llega ya el turno de pagar, y se aleja a paso decidido, deteniéndose solo un instante, el tiempo justo y necesario para añadir a su cesta una tableta de chocolate.

30/9/20

Anacronismo

Vi hace unas semanas a un viejo plantado en la acera totalmente desorientado, como si acabara de despertar de un coma. Vestía camisa, pantalones de pana y una mascarilla azul, y consultaba obsesivamente su reloj de pulsera de acero inoxidable. Y me dije que ese hombre miraba realmente a su alrededor como si viniera de otra época y no entendiera nada. Y después recuerdo que pensé: ¿Habrá gesto más anacrónico que el de alzar la muñeca para ver la hora? Y en ese momento me pareció un aforismo  redondo y perfecto como un engranaje suizo, pero más tarde caí en la cuenta de que cada vez más gente lleva reloj inteligente y me invadió el desánimo. Jode mucho cuando la realidad no encaja con una idea brillante. Espero que se retracte.

25/8/20

Tony

 Qué raro resulta ahora leer El resplandor (no he visto manera de añadir más erres), porque lo coloca a uno automáticamente en el rol de Danny, el crío visionario. No, falso: lo coloca a uno en un lugar totalmente imprevisto por Stephen King: en el papel de Tony, el amigo imaginario del niño, que obviamente no es imaginario en absoluto, y muestra a Danny todo lo malo que va a pasar. Lo ha visto. Como uno ha visto ya tantas veces la película de Kubrik.

7/7/20

¿Es mucho pedir?

Desear la muerte de alguien solo porque genera molestias. No me refiero a esa clase de gente que supone un obstáculo para proyectos urbanísticos con comisiones en B, sino a asuntos mucho más triviales, como dejar que suene el despertador del móvil tres, cuatro horas, cada mañana. Como dejar que rueden las colillas por el alféizar de la ventana hasta caer en mi terraza. Ese tipo de pequeñas e insignificantes molestias. Por supuesto, no estoy pensando en emprender ninguna acción violenta, machacar huesos, perforar pulmones, agujerear cráneos. No soy ningún bárbaro. Pero denme un botón, díganme que al pulsarlo este tipo se esfumará del universo, y dejaré que mi índice se pose sobre él sin el más mínimo temblor.

2/7/20

Cosas que pasan

Ayer vi el fabuloso documental de Fernando León, Política, manual de instrucciones, que documenta la creación y ascenso de Podemos. Justo después de acabarlo, cuando aún caían los créditos, recibí por email el newsletter de la editorial Libros del zorro rojo, informando de que acaban de reeditar un clásico de Orwell: Rebelión en la granja.

21/6/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x10

Vete a casa, le dicen a la mujer del señor. Has dado positivo.

Al señor se le cae el mundo encima. También algún satélite. El positivo implica encerrarse otras dos semanas en casa, en plena temporada alta de picnics y batallas de agua. El señor casi habría preferido que el test hubiese sido de embarazo.

Pero apenas una hora después, su mujer recibe una llamada pidiéndole perdón, porque ha habido un error. Lo que tiene no es el virus, sino anticuerpos. El subidón de alegría es tal que les entran ganas de subirse a un BMW descapotable y recorrer las calles de Madrid dando bocinazos y ondeando la bandera rojigualda como si acabaran de ganar el Mundial.  Según leen en la prensa, no serían los primeros.

La proximidad del verano logra aligerarlo todo, incluso las plagas bíblicas. Paulatinamente, los encuentros virtuales y las llamadas telefónicas a familiares y amigos son reemplazadas por encuentros en vivo y en directo. El orden del día se replica de manera sorprendente en todas las conversaciones:

1. Saludo (codo, culo, palmadita o abrazo, según el caso) mientras se valoran los cambios físicos en el otro: Estás más cachas, más delgado. Qué moreno, qué pelo más largo (se omiten comentarios negativos: estás más pálido, más calvo, más viejo, como un tonel).

2. Mascarilla. Comentar lo coñazo que es llevarla para tantear si al otro le parece bien prescindir de ella y aumentar simplemente la distancia.

3.Yo creo que lo pasé en marzo/ febrero/ enero. Sintomatología. Listado de casos en el círculo social.

4. ¿Qué tal tu ERTE? Teletrabajo. Pros y contras.

5. Telecolegio. Contras.

6. Valoración de la gestión gubernamental y el ambiente político (no el punto más alegre).

7. Planes vacacionales. ¿Cuánto tiempo vas al pueblo?

8. Lista de cosas en las que el virus nos ha hecho mejores como sociedad y otros chistes amargos.

9. Confrontación de hipótesis sobre la evolución de la pandemia. Teorías de la conspiración.

10. Pide un deseo: que no llegue nunca el otoño.

11. Despedida (codo, culo, palmadita o abrazo, según el caso).

Ya nos advertía Alberto Olmos de que no habíamos sido confinados en nuestra casa, sino en una conversación. Y Andrés Neuman decía incluso antes de todo esto que cambiar de tema puede ser revolucionario.

Pero el hito que marca un antes y un después en la vida del señor no es el paso a la fase 1, ni a la 2, ni a la 3, sino el fin del curso escolar. Cualquiera pensaría que es él quien acaba de aprobar 1º y 4º de primaria. Importante señalar, eso sí, que a la hija del señor le han bajado la nota en Valores,  pues su profesora ha juzgado que el código moral de esta niña de 7 años no ha estado a la altura de las circunstancias. Por su parte, la profesora de inglés le aconseja a su hijo que trate de no despistarse tanto, cosa que el señor promete recordarle en la próxima plaga que asole el mundo.

Mientras tanto, en otra esfera de realidad, fascistas, judeomasones, terroristas y estalinistas bolivarianos deciden en el Congreso el rumbo que debe seguir el país. En Estados Unidos, la muerte de un negro a manos de un policía origina una oleada de protestas antirracistas con réplicas incluso en España, donde pocos se acuerdan de gitanos, moros y topmanteros. Se desvela que el rey emérito se llevó comisiones de Arabia Saudí (convenientemente transferidas a Suiza), cosa que siente muchísimo (lo de que le hayan pillado, vamos). Aumentan las exclusivas en los medios (el ruido) y la actividad en las redes (la furia). Miguel Bosé (disfrazado de Drácula) se enfrenta en solitario a un megavillano (Bill Gates) que pretende incolcularnos nanochips de control (aparte de los del móvil) con la vacuna del coronavirus (una tapadera).

La temporada termina, y quizá con ella, la serie. Termina también el Estado de Alarma, queriendo o sin querer, en el momento justo, en el día perfecto para deshacerse de las angustias y el miedo, los escándalos, la rabia, los ertes y los muertos. Bastará con echarlo todo a las llamas purificadoras de una hoguera de San Juan.

De sus cenizas, nacerá, esperada por unos y temida por otros, la Nueva Normalidad.

19/6/20

Buenafuente

Cada vez que muere un famoso, Buenafuente cuelga en redes un vídeo en el que aparece él entrevistándolo. En unas semanas, Pau Donés, Rosa María Sardá, Carlos Ruiz Zafón. Si un día me invitan al programa, me lo tendré que pensar muy seriamente.

9/6/20

Pau

Muere Pau Donés. 53 años. No me interesaba demasiado su trabajo, nunca he escuchado un disco suyo, pero ahí está el poso imborrable de un puñado de canciones. Y me caía simpático. Su paso de la publicidad a la música fue tiempo atrás estimulante para mí,  porque hacía de alguna manera plausible que yo pudiera hacer lo mismo en algún momento de mi vida. Además, su muerte me lleva a pensar en la de mi hermana, que murió a una edad similar y de la msima enfermedad, cáncer de colon con metástasis en el hígado. Y, claro, me lleva a pensar en la mía. En que yo también podría morir a esa edad. O antes. Podría morir ya, y me invade una profunda melancolía. ¿Qué quedaría? Unas cuantas brechas emocionales. No muchas, pero unas cuantas. Mis hijos y mi mujer, sobre todo, lo pasarían mal. Ellos son los que tendrían una cicatriz para siempre. Quizá algunos amigos. Algunos clientes tendrían que llamar a otro. Nada irremediable. Dejaría una mesa terriblemente desordenada. Algunos libros a medio leer. Docenas de ideas y de proyectos dispersos que acabarían, antes o después, en la basura. Imposible eludir la sensación de no haber aprovechado el tiempo, de no haber desplegado mi potencial. Qué vanidad. Solo puedo estar medianamente orgulloso de haber sido, o al menos intentado ser, un buen padre.

Qué vacuo el trabajo, algunas envidias, algunos rencores. Qué absurdas las tensiones políticas, las tertulias, las banderas, el ruido. Qué insignificantes, qué frágiles, qué vulnerables somos todos, y qué juntos estamos en nuestra vulnerabilidad.

Cuánto tiempo perdido en menudencias. Cuántos sueños aparcados en el futuro por pereza. O por cobardía. Era un tipo creativo y con sentido del humor, podrían decir algunos. Tenía ciertas aptitudes para el dibujo, la música, la literatura. Poco más.

Recuerdo una anécdota contada, creo, por John Berger. El pintor Oskar Kokoschka impartía una clase de dibujo y, en cierto momento se acercó al modelo y le pidió al oído que se dejara caer, que fingiera desmayarse o morir, y así lo hizo, hecho que como es natural inquietó sobremanera a los estudiantes. Todos se mostraron muy alarmados pensando que había muerto de manera fulminante. El modelo, entonces, se puso de nuevo en pie, y Kokoschka les dijo: Ahora, dibujadlo sabiendo que está vivo.

Así habría que vivir también, sabiendo uno que está vivo.

Me parece que voy a ir pidiendo cita para una colonoscopia.

5/6/20

Lectura futura

Leer seguidos, por primera vez, todos los episodios, las sinopsis de este diario de la pandemia, y sentir un vértigo, como si leyera un testimonio escrito hace años, o décadas, como si fuera mi hijo el que lo leyera dentro de mucho tiempo en busca de algo que le ayudara a entender qué pasó en 2020, cómo lo vivió, cómo lo vivimos, en qué le afectó, y no terminara de encontrar respuestas, solo una mezcla de ternura, de compasión, de extrañeza, de nostalgia.

4/6/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x09

A finales de mayo, sigue muriendo gente, pero a estas alturas importan más las fases que las fosas. Se pregunta el señor si el objetivo de la batalla contra el virus no sería el mismo que el del desembarco de Normandía: tomar una playa. Pues solo se habla ya de si nos bañaremos por turnos, de a qué distancia se colocarán las toallas y de si estarán abiertos los chiringuitos.

El señor ve en la tele a un agente de viajes de El Corte Inglés que afirma ser el presidente del gobierno animando a todos los españoles a disfrutar en verano de la belleza paisajística, y la riqueza cultural y gastronómica de este gran país. En la misma comparecencia, se anuncia un luto oficial de 10 días, el más largo de la democracia, dicen, y en opinión del señor, posiblemente el más apresurado. Se trata de un homenaje a las víctimas del coronavirus cuando todavía no ha terminado la pandemia. Al señor le daría mucha rabia morirse de covid-19 después de finalizado el luto oficial. ¿Podría acogerse a él retroactivamente? Por otro lado quizá no es mala idea celebrar incluso los funerales de manera anticipada, y así se los quita uno ya de encima. El señor se da cuenta de que las prisas obedecen al único objetivo de evitar que se junte lo de enterrar muertos con lo de hacer castillos de arena.

Por supuesto, el señor y su familia no van a entrar en ese juego, así que se decantan por pasar las vacaciones en la montaña. Lamentablemente no son los únicos con unos inquebrantables valores morales, y la ocupación en apartamentos del Pirineo sobrepasa ya el 90%. Habrá que estar al tanto estos días, se dice el señor.

Se inicia la desescalada, aunque en muchas calles, bien podría llamársela desfase: colas en las terrazas, picnics en los jardines, bandas de niños chutando pelotas, impulsando patinetes, empapándose con los aspersores, y hordas de neo-runners esquivando ancianos como en una carrera de obstáculos. Es como un after a las 8 de la mañana. Nadie piensa en la resaca.

El señor cataloga mentalmente los variados usos de la mascarilla:

1-Sujeta-papadas (el más extendido).

2-Diadema.

3-Pendiente (colgando de una sola oreja).

4-Collar (el portador recuerda a un san bernardo).

5-Bolsito de mano (podría terminar siendo un complemento de fiesta).

6-Pulsera.

7-Codera.

8-Collejera (para proteger la colleja del sol).

9- Filtro para observar eclipses (propina imaginada por el señor).

10-Tanga (otra propina).

El señor, naturalmente, lleva siempre mascarilla. A veces incluso se la saca del bolsillo y se la planta en el rostro. Es una mascarilla deportiva con una eficacia contra el virus del 100% gracias a una innovadora tecnología que impide al ser humano tanto inhalar como exhalar. No digamos ya hablar. Las primeras conversaciones en vivo con amigos y familiares no son mucho más sofisticadas que las de unos cavernícolas. Sin embargo, parece que se ve la luz al final del túnel, la alegría se expande, la vida se abre camino. Y al contrario de lo que pueda parecer, el señor está bastante a favor de la luz, la vida y la alegría. Al menos en principio.

Sí, qué demonios, el señor se siente incluso atravesado por el optimismo cuando Madrid pasa de pantalla y puede por fin ir a correr a la Casa de Campo. Pero entonces, a la mañana siguiente, mientras planifica con naturalidad el próximo encuentro, recibe una llamada telefónica de su mujer. Le han hecho la prueba en el trabajo y el resultado es positivo.


Madrid: fase 1.

22/5/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x08.

Un día más, el señor y sus hijos salen a recolectar el sol de la tarde. En bici ellos, al trote él. Enseguida, un runner (en 2020 se les llama así) detiene al señor para alertarle de que hay una patrulla de policía montada en la zona que le acaba de amonestar por ir corriendo al lado de su hijo. Los niños pueden si lo desean ir en bicicleta, y un adulto debe acompañarlos y controlarlos en todo momento, pero jamás corriendo, como mucho, andando muy pero que muy deprisa. El señor se pregunta si estará también prohibido correr para coger el autobús. Te lo digo para que lo sepas, dice el runner. Al señor le parece ridículo que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se dediquen a avergonzar frente a su hijo a un pobre tipo en mallas, pero le parece ridículo también el aviso del runner, el aura de confidencialidad, como si hubiera una logia de gente que va corriendo a los sitios. El señor cree adivinar en el chivato incluso un poso de sentimentalismo, de regodeo en su propio gesto de camaradería, y al señor le inspira pena, ternura, rechazo. Gracias, le responde el señor, y se aleja corriendo por el parque tras sus hijos mientras se dice que él en su lugar jamás habría avisado.

Más adelante se encuentran en el sendero con un buen montón de excrementos, el mismo montón que hace unos días señaló el señor informando a sus hijos de que provenía del culo de un caballo montado por un policía, y hoy su hija lo reconoce de inmediato, esas ruinas dóricas, y pregunta al señor por qué la policía hace lo que le da la gana. Y el señor rumia la frase mientras sigue corriendo con toda tranquilidad, pues sabe que esa mierda no es en absoluto reciente, no hay nada que temer, y de pronto se topa con un corro de familias (a una prudencial distancia de seguridad) admirando extáticas dos imponentes corceles negros. El señor baja la cabeza, ofreciéndoles la visera de su gorra, y él ve solo las poderosos patas, los músculos hinchándose bajo la piel negra de esos jugadores de la NBA equina. Anda despacio, recreándose en sus pasos, disimulando, en definitiva, sobreactuando su calma incluso al preguntarles a los niños qué camino tomar a continuación, como si no le importara seguir el mismo que los agentes. Y al mismo tiempo aguarda el aviso inminente , porque es obvio que el señor lleva pantalones de correr, zapatillas de correr, gorra de correr, sería una catálogo perfecto de Decathlon si no fuera por la camiseta promocional fluorescente de la San Silvestre Vallecana 2006. Además, sospecha el señor que habrá llamado la atención de los policías su modo súbito de detener el trote y reemplazarlo por un torpe paso de baile, un conato de tropiezo, la fingida patada a una piedra. De manera que el señor está convencido de que lo que escuchará a continuación será ¡A ver, caballero!, tan claro lo tiene que hasta le ha brotado espontáneamente una réplica bajo la gorra, decirle Bueno, estrictamente, el caballero es usted, sabiendo por supuesto que es la peor forma posible de iniciar una conversación con un agente de la policía montada, y en eso piensa tan concentrado que no presta atención ni a sus palabras ni desde luego a sus hijos, y no está seguro ya de si lo que pensaba lo dijo o no en voz alta, o si solo balbuceaba unas fingidas instrucciones a los niños, que afortunadamente se alejan de los policías seguidos del señor, y al doblar una curva, se entregan los tres a una carrera cuesta abajo, pendientes en todo momento, eso sí, de si se oyen cascos a su espalda.

Durante un cuarto de hora el señor y sus hijos trazan garabatos en el mapa satélite del parque, con alegría pero también, para qué negarlo, con los sentidos en alerta, y haciendo cábalas sobre el paradero en tiempo real de los jinetes de Sauron. Los niños se deslizan veloces en la cinta roja del carril bici, y el señor se ve obligado a correr a máxima potencia no ya para evitar que sus hijos atropellen a alguien, sino para socorrer al menos al desgraciado que hayan arrollado, y de nuevo le salen al paso, como recién teletransportados, los dos centauros negros. El señor abre los ojos para hacer sitio a esa visión aterradora. Su miedo debe de ser similar, piensa, al de los campesinos medievales al toparse con unos caballeros del rey, salvo que en su caso, además de una multa, temerían, claro está, que violasen a su mujer, pasasen por la espada a su primogénito y prendiesen fuego a su choza. Opta por aminorar la marcha, dar unos pasos caminando, otros más trotando, y vuelta a caminar, simulando que solo ha corrido unos metros para alcanzar a sus hijos, y no un kilómetro en sprint.  Su instinto le dice que evite mirar las dos moles negras, pero piensa, y con razón, que puede resultar sospechoso, además de su disfraz de runner y el hecho mismo de haber ido corriendo,  el que un padre de familia se cruce con dos animales de semejante calibre sin reparar en ellos, estando habituados en el barrio a fauna generalmente más modesta, gatos, palomas, cotorras, con excepción quizá de las ratas, estas sí bien hermosas. De modo que el señor mira sin ver a esas bestias y les dice a los niños "Mireu què bonics els cavalls", mientras les indica con la mano que se echen a un lado y hagan paso a los diablos gemelos, sus orejas puntiagudas como cuernos. Dirigiéndose a los niños espera dejar claro a los agentes que al menos no está corriendo en solitario, algo completamente prohibido en esta franja horaria, pero de nuevo peca en su exceso de naturalidad al hablar en catalán, pues podría ser finalmente la fonética independentista lo que activara en unos policías nacionales todos los sensores de alarma, y lo que es peor, su ira sancionadora.

Así que el señor, que acaba de caer en la cuenta de su error fatal, ya se resigna a que el diálogo con las autoridades es inevitable, que ahora le dirán A ver, caballero, y él busca una respuesta que no sea  Para caballero, usted, pero no la encuentra (nunca supo resistirse a un chiste). Hay en su cabeza tal madeja de pensamientos que tiene miedo de que se le enreden los pies y acabar dándose de bruces contra el suelo, y ya se ve con 600 euros menos y pasando una noche en el calabozo, cómo explicárselo a su mujer (¿quizá contarle primero lo del calabazo para que la multa pase mas desapercibida?), y los niños traumatizados toda su vida con los caballos, con las pandemias, con el running, con Decathlon.

Pero no. Los policías siguen adelante como si tal cosa, ni siquiera ha variado el ritmo de los cascos de los caballos. Y el señor estaba tan seguro de la sanción que le molesta librarse por puro azar o, peor, por piedad. No es que no quiera que alguien le conceda una gracia, es que no quiere que nadie tenga la potestad de concederlas. Si la ley dice que no se puede trotar junto a un niño en bici (a saber qué dirá la ley), caiga sobre él con todo su peso. ¿Cadena perpetua? Pues cadena perpetua. Lo contrario es la arbitrariedad. El señor ve alejarse los oscuros cuartos traseros, las espaldas de los agentes, y los imagina mirándose con complicidad, un alzamiento de cejas, un piafar copiado de sus monturas. Este iba corriendo, dirá uno, pero a esta hora  qué pereza el papeleo, Ya lo pillaremos mañana, dirá el otro, y al señor le dan ganas de plantarse ahí, como en un duelo, y retarlos, gritarles ¡Caballeros! (con toda la razón del mundo, además), pero sus principios se arrugan para volver a su escondrijo, y al final el señor se limita a comprobar si se alejan los policías, si por fin quedan fuera de su vista y, lo más importante, el señor fuera de la de ellos.

Los niños le apremian, el señor reemprende la carrera. De frente ve venir un mulato de exuberante melena corriendo en paralelo a una niña en bici, y el señor siente el impulso de avisarle, de hacerse amigo del mulato y vivir juntos mil aventuras (así es el proverbial sentido de pertenencia de los runners), pero por suerte los impulsos duran solo un instante, basta con dejarlo pasar.


Contagiados: 232.555
Muertos: 27.888

(Parecen combinaciones ganadoras de una lotería letal).

En Madrid, fase 0.

(El reintegro).



8/5/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x07.

El 26 de abril, el señor sale de casa con sus hijos. Es la primera vez que pisan la calle en 45 días. Ellos van en bicicleta, y el señor aprovecha para correr a su lado como un guardaespaldas. Es una tarde dorada, se oyen risas, pájaros, helicópteros. El señor llevaba dos días pensando en esta salida en la que por fin podrá hacer ejercicio aunque sea de manera encubierta. La ruta elegida traza un amplio círculo bordeando siempre alguna zona ajardinada. Otras familias pasean sus siluetas contra los rayos del sol. El señor siente auténtica euforia, como si inaugurara el mundo con sus pasos, pero también una sombra de inquietud, el presentimiento de que algo malo va a pasar,  de que les caerá encima un meteorito, o una multa.

Su hija disfruta de la excursión tanto como él, pero su hijo pedalea sin ganas, y sin dejar de protestar. Le molesta el polen. Le da rabia que le prohíban pisar la frondosa maleza primaveral. No entiende que sigan cerrados los parques, pues opina que así habrá más gente en la calle y se producirán más contagios (el señor coincide con él). Además no tenía ganas de salir, dice. Y estoy cansado, dice. Y tras una pausa, añade: Y no quiero que me contagien. Los tres se detienen para seguir el vuelo de una cigüeña.

Al día siguiente estalla la polémica en las redes y los medios, digamos, conservadores. Las familias han sembrado el caos y la destrucción a su paso. Han organizado raves multitudinarias, y fallas, y tomatinas, y cabalgatas, y concursos de escupitajos. Han asaltado a ancianos y pacíficos paseadores caninos para rociarles los ojos con sus virus. Los niños han tomado las calles y ya solo el ejército y los tanques podrán pararles los pies.

Durante mes y medio se ha pensado muy poco en los niños, se dice el señor. Las autoridades no los querían ver,  y sus familias no los querían oír. La curva y el teletrabajo eran lo primero. La tarea de los niños era simple: encerrarse en su madriguera a hacer deberes, desaparecer. Pero ahora han vuelto. Menos mal que hay francotiradores con teleobjetivos apostados en los balcones en busca de imágenes que alimenten su amargura. ¿Por qué demonios dejan campar a sus anchas a esos diminutos e incontrolables vectores de transmisión? La polémica se extingue una semana después en el instante preciso en que se permiten ya a todo el mundo los paseos y el deporte individual. Las calles son una verbena.

Algunos considerarán que los niños están viviendo esto como unas simples vacaciones,  pero son unas vacaciones en que no pueden quedar con sus amigos, ni ir al cine, ni jugar en el parque, ni cenar croquetas en casa de la abuela. Unas vacaciones en las que los padres se pasan el día trabajando en casa y están más irritables. Unas vacaciones en que a las fiestas de cumpleaños solo asisten invitados virtuales. Siete años, cumplió la hija del señor.

El señor piensa que se está exigiendo a los niños que se comporten como adultos, y por el contrario, no deja de tratarse a los adultos como si fueran niños.

El señor ve una rueda de prensa dirigida al público infantil. Simón y Duque responden las preguntas enviadas por niños y niñas de todo el país. ¿Podemos compartir los juguetes? ¿Cómo se pone una mascarilla? ¿Cómo empezó la epidemia? ¿Cuándo volveremos al cole? Si se me cae un diente, ¿podrá venir el ratoncito Pérez?

Resolver estas dudas es, ciertamente, un gesto de amabilidad, sí, pero también un acto de propaganda de gusto dudoso. Al señor le habría encantado verse convertido en un niño de 9 años y pulverizar esas sonrisas paternales preguntándoles cómo piensan solucionar la falta de coordinación entre el gobierno y las comunidades autónomas, por qué no se hizo acopio de material al estallar la crisis en Italia, por qué tiene España la tasa de sanitarios infectados más alta del mundo, o cómo es posible que no seamos capaces ni siquiera de contar nuestros muertos.

Sin embargo, las ruedas de prensa para adultos no le parecen al señor muy diferentes. Se ocultan las informaciones clave, se dosifican de manera exasperante las malas noticias. Hasta hace bien poco, se filtraban las preguntas que pudieran herir la sensibilidad (no se sabe si del espectador o del compareciente), las respuestas son tan alambicadas como interminables, y dejan a todos tratando de descifrar si está permitido que un surfero saque al perro a la hora del vermut, y en tal caso, si debe hacerlo solo o en parejas de tres, en lugar de comunicar con franqueza cuál es el estado real de la plaga, y cuál el plan de rastreo y control que piensan seguir, si es que tienen alguno. Son comparecencias diseñadas con el doble objetivo de desconcertar y desconectar al ciudadano, que termina pensando que todo eso es demasiado complejo, deben ser, en efecto, cosas de mayores. Mejor dejárselo a ellos.

Para regocijo de la ciudadanía infantilizada, en el Congreso de los Diputados se celebran a diario espectáculos circenses con sus funambulistas, sus fieras, sus acróbatas, y sus payasos, a los que solo les falta ya tirarse tartas de nata a la cara. El señor fantasea con convertirse en un anarquista temible, aunque en el fondo sabe que lo más radical que se atreverá a hacer es votar en blanco.

El señor está convencido de que si tratas a alguien como un niño, se comportará como tal. Eso explica la obsesión general por las normas, sea cumplirlas o saltárselas. Las fases, los horarios, la reglamentación minuciosa de la vida. Abundan los que adoptan el papel de hermanito mayor y avisan a los demás de que tenemos que portarnos bien,  o nos castigarán a todos. Y abundan también los que se aprovechan de las lagunas del BOE para interpretarlo en su beneficio. Son los que optan por la travesura. Pero el señor piensa que las reglas dictadas por las autoridades no son lo más importante. Parece que muchos han olvidado que todo esto empezó por una plaga. Y que la plaga sigue ahí.

El sábado 2 de mayo se permite al fin el deporte individual, y en un gesto de rebeldía o de pura autonomía, el señor se queda en casa. El domingo sale a la calle. No es el único. Se pregunta si habrán adelantado las fiestas de San Isidro.

El 8 de mayo al señor le cuesta encontrar en la prensa los datos de la evolución diaria del virus. Quizá los medios comienzan a darse cuenta de que son cifras adaptadas al público infantil.

222.857 contagiados.
26.299 muertos.

Uno de los fallecidos resulta ser el torturador franquista Billy el Niño.

29/4/20

La noche boca arriba

En el sueño estaba tan agotado que me echaba en una cama sin sábanas, el colchón desnudo. Y al dormirme allí, desperté aquí. Seis de la mañana.

23/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x06.

El señor ha oído hablar mucho de la guerra a lo largo de estas semanas. La guerra contra el virus. Las metáforas castrenses producen en el señor el efecto contrario al deseado: no le hacen desfilar, sino justamente ponerse en guardia. Lo cierto es que si hablamos en esos términos, habría que aceptar que de momento el virus va ganando la batalla, que se sigue propagando, sigue matando, y que sus tropas nos tienen acorralados en nuestra propia madriguera. Cada hogar se ha convertido en una pequeña Troya, en un asedio en miniatura, de andar por casa, nunca mejor dicho.

El señor decide rebautizar a su familia con los nombres de la familia real troyana: Su hijo pasa a ser Héctor, domador de caballos. Su hija, la visionaria Casandra. Su mujer, la orgullosa reina Hécuba. Y él,  Príamo, varón igual a un dios. No visten túnica, pero gran parte del día van en pijama. Paris no existe, tampoco Elena, lo que hace preguntarse a Príamo por qué demonios están los aqueos tan cabreados.

Príamo tiene poco trabajo pero dedica largas horas a tareas no remuneradas. Lava platos. Hace comidas. Tiende lavadoras. Fotografía deberes. Graba con sus hijos un cortometraje de aventuras espaciales. Lava deberes. Hace lavadoras. Fotografía comidas. El equilibrio del ecosistema doméstico es más frágil y delicado que las praderas de posidonia.

Un día, se produce un acontecimiento insólito. El grado de desorden es tal que es el mismo Príamo en persona quien propone a su mujer hacer limpieza general. Hécuba colabora sin dejar de mirarle de reojo. Entre eso y lo de las infusiones de apio y limón, no está segura de reconocerlo.

Afuera, a veces llueve y a veces hace sol. Se oyen helicópteros, aplausos, el canto de las sirenas. Príamo mira por la ventana. Vibra en el mundo la primavera, y están completamente rodeados de cagadas de perro. Los días pasan y pesan pequeñas frustraciones, la de no encontrar tiempo y ambiente propicio para escribir más, para dibujar, para tocar. Increíble pero cierto: en plena pandemia y confinamiento generalizado, Príamo anhela un poco más de soledad.  Echa más de menos estar solo que estar con gente. Ciertas llamadas y videollamadas, ciertos mensajes, correos y timbrazos en la puerta le parecen a Príamo una extensión del asedio. Puras intromisiones.

El encierro magnifica la intimidad. Príamo lee sentado en la terraza y se siente violentamente sobresaltado al oír el ruido de un pequeño escarabajo que cae de espaldas. Cuando instantes después le sucede lo mismo con una pluma perdida, opta por meterse en casa.

Dentro, el espectro de lo privado ha ganado nuevos matices. El espacio y el tiempo se vuelven sorprendentemente elásticos y modulables. Príamo hace ejercicio en la habitación de los niños, donde hasta hace unos minutos Hécuba realizaba una videollamada de trabajo, y donde unos segundos después, los príncipes de Troya librarán una batalla de peluches. No resulta extraño ya encontrar al pequeño Héctor haciendo los deberes en el suelo de un pasillo, a Casandra jugando bajo la mesa del ordenador, o a Príamo tocando el piano sentado en el retrete.

Así es la guerra, dirán algunos. Y es posible que lo que muchos están viviendo se le parezca demasiado. Para otros, en cambio, se dice Príamo, esto no pasa de ser una mili. O una prestación sustitutoria. Pero el asedio, eso sí es real.

Príamo no puede evitar preguntarse si recibirán algún regalo envenenado, si un día encontrarán sobre el felpudo de su puerta un gigantesco caballo de madera.

213.000 infectados.
22.157 fallecidos (confirmados).


15/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x05

La pandemia sigue matando con regularidad de funcionario, que diría Camus. Y la muerte empieza a colarse en la vida del señor por debajo de la puerta.

El señor llama a un amigo cuyo tío ha fallecido estos días en una residencia. Allí se cuentan los muertos por decenas, aunque ninguno de ellos pasará a la lista oficial de víctimas del coronavirus. Su amigo le pide que le recomiende un texto para leer en el entierro. Es un entierro relámpago, de manera que debe ser un texto breve. Tras horas de búsqueda en su librería, el señor le aconseja el poema Ítaca, de Kavafis. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures nunca el viaje, dice.

El señor llama a un hombre al que aprecia mucho. Tiene casi ochenta años y ha estado ingresado con neumonía. Ahora se encuentra ya en casa, pero aislado de su propia mujer. Espero que pronto podamos saludarnos si nos cruzamos en el pasillo, le dice. El hombre ha optado, como Neo, por desenchufarse del mundo on line, y se pasa los días resolviendo sudokus y mirando por la ventana a los que hacen cola para entrar en el supermercado.

El señor monta un vídeo para animar a una familiar que ha perdido a su madre ¿Cómo denominarlo? ¿Vídeo fúnebre, funerario, de condolencias? En él, todos los allegados muestran a cámara mensajes de apoyo y de cariño. Y está editado para crear la ilusión de que se van pasando unos a otros una flor. La tarea le requiere dos días, pero no le importa, de hecho le emociona profundamente, no solo por su contenido sino porque le hace sentirse útil de verdad. Le parece un gesto valioso. Necesario. Real. A su mujer se le saltan las lágrimas cada vez que lo ve. Y no son pocas. El señor se pregunta si todos esos fotógrafos y realizadores de la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones), encontrarán aquí una nueva vía de negocio.

Por primera vez en meses, el señor se desvela. Por primera vez en años, en lugar de esforzarse por seguir durmiendo, se levanta de un salto. Son las seis y media de la mañana. El día le recibe con 172.000 infectados en España, 18.056 muertos por Covid (confirmados) y la lluvia cayendo a chorros sobre el mundo. Al menos, sobre los trozos de mundo que el señor ve desde la ventana.

6/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x04

La mujer del señor le pide por enésima vez en estas cuatro semanas que se afeite y se corte el pelo. Por qué, dice él. Estarás más guapo, dice ella. Y él señor sigue a lo suyo, ver crecer la hierba en su cara.

El señor piensa en los cambios. No es el único. De hecho, no hay prácticamente nadie que no esté pensando en las transformaciones que supondrá la pandemia. Están los que creen que la sociedad cambiará a mejor. Están los que creen que cambiará a peor. Están los que creen que seguirá igual que siempre. El señor no tiene claro a cuál de las tres corrientes adscribirse. Le inspiran ternura los optimistas, que imaginan un mundo justo y solidario donde el dinero será reemplazado por piruletas de colores, porque recuerda en qué quedó la célebre refundación del capitalismo tras la crisis de 2008. Le inspiran piedad los pesimistas, que fantasean con tal vehemencia con distopías ecofascistas que da la impresión de que secretamente las anhelan (¿son pesimistas o más bien masoquistas?). Es tentador sumarse a los que afirman que en esencia, todo volverá a ser como antes, para bien y para mal. Sin embargo, este es un discurso que parece diseñado más que para posicionarse, para desmarcarse, y rezuma tristeza, pasividad, amargura. Tras meditarlo a fondo (falso, lo medita solo unos segundos), da con una solución, al menos provisional: el mundo no cambiará, ya lo ha hecho. Y no ha sido ni a mejor ni a peor, sino a más surreal.

Eso explicaría los DJ en los balcones, los jabalíes en las calzadas, los viejos con jersey de rombos y casco de astronauta, la policía placando a runners y ciclistas, la pista de patinaje como morgue municipal,  los niños organizados en tribus de salvajes digitales, los trasteros enladrillados con papel higiénico, los funerales por Skype, el trending topic del Dúo Dinámico, los aviones vacíos surcando el cielo. También, un buen número de frases oídas aquí y allá con las que el señor piensa armar un Catálogo de Citas Imprevistas, y que arrancará con estas tres:

"Racionalicemos el miedo", megafonía de Mercadona.

"Es muy importante lavarse las manos", Pedro Sánchez, presidente del gobierno de España.

"El sexo on line, los videochats, la masturbación o el sexting son buenas opciones", diario La Razón.

Definitivamente, el señor desdeña el continuismo,  rechaza la visión de la pandemia como paréntesis, y la del confinamiento como hibernación. La vida no está detenida ni suspendida. ¿O era más vida que esta pasar dos horas en un atasco, comprar sin necesidad y sin ganas, escapar de los hijos, hacerse selfies en un festi? No hay pausa posible. La vida fluye. Y se entrega gustosa al cambio. Envueltos en el capullo de nuestros hogares, la metamorfosis sigue su curso. Y desarrollamos nuevos tics, nuevas aspiraciones, vicios y fantasías impropias, tan inesperadas como un nuevo par de extremidades, unas alas, un caparazón. La pregunta no es ya si después, cuando esto pase, nos reconocerán los demás, sino si nos reconoceremos nosotros. Como cuando al regresar de vacaciones te miras en el espejo y te sorprende lo moreno que estás.

La mujer del señor le pide de nuevo al señor que se afeite y se corte el pelo. Te vas a comer el bigote, le dice. Me lo aparto, dice el señor. Debes de tener la barba llena de virus y bacterias, le dice su mujer. Me la lavo, dice el señor. Porfi, dice su mujer. A cambio de qué, dice él. Ella le promete hacerle caso en todo, darle la razón en todo, ser dulce como la miel. El señor mantiene silencio.
Ella le promete más sexo. El señor se afeita la cabeza al cero.


135.000 contagiados.
13.055 muertos.
2.850 detenciones.
Boris Johnson en la UCI.

3/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x03

El señor acude por la mañana al estanco a imprimir una nueva tanda de fichas escolares para sus hijos, y enseguida le llama la atención ver al estanquero sin guantes de látex. Pero su asombro es aún mayor cuando le ve chuparse los dedos para contar las hojas. El señor se contiene y no dice nada, pero piensa que tal vez la gente empieza a relajarse. Sin embargo, por la tarde se ve obligado a regresar al estanco porque se había olvidado de incluir en el USB otra docena de fichas. Quien le atiende esta vez es el hijo del estanquero, un chaval de quince o veintisiete años (hace tiempo que la brújula de edad del señor anda enloquecida), y este no solo va enfundado en sus guantes, sino que viste una especie de chubasquero de usar y tirar, y porta también una gruesa mascarilla, y el señor medita sobre el asunto y piensa que del mismo modo que hay una generación de nativos digitales, los niños y jóvenes que están ahora viviendo el confinamiento podrían constituir de hecho una generación de nativos víricos o pandémicos o apocalípticos. Una generación no solo perfectamente adaptada a las restricciones de movilidad, sino que además maneja con soltura los sistemas de protección, y que vive el fin del mundo con la más absoluta naturalidad. Lo cual lleva al señor a pensar de pronto en el futuro.

Hubo un tiempo en que toda sitcom americana se marcaba un episodio futurista, uno que mostraba a los personajes veinte o treinta años después, más mayores o directamente hechos unos carcamales. El señor considera que era un recurso ineludible para los guionistas de series con cientos de capítulos: Cosas de casa, El príncipe de Bel Air, Los Simpsons. Y aunque esta serie se encuentra aún en sus albores, el señor imagina cómo sería su vida, la vida de sus hijos, la vida en general, si las medidas actuales se prorrogaran de manera indefinida a lo largo de un par de décadas.

El señor visualiza a sus hijos con veinte años. Su vida social se fundamenta en las videollamadas y las redes sociales. Sus salidas al exterior se limitan a tirar la basura y hacer la compra semanal, dos tareas para las que sorprendentemente nunca faltan ya voluntarios. Una auténtica distopía, como ven. Para ligar, sus hijos se ven obligados a pasear por el ciberespacio informes detallados con su historial clínico y la calidad de sus anticuerpos. Para los jóvenes amantes no hay nada más sensual que sus cuerpos plastificados y embadurnados en gel higienizante.

Las grandes marcas de moda diseñan guantes, gorros,  protectores faciales y para el calzado. Durante una temporada, triunfan las mascarillas digitales, que reproducen en su superficie la expresión de la boca del portador, aunque sus numerosos fallos técnicos provocan numerosos malos entendidos. 

De tanto en tanto, se producen revueltas en las calles, pequeños altercados, que enseguida son sofocadas por unas fuerzas del orden muy celosas de su trabajo, y contempladas desde las alturas por la ciudadanía, una infinidad de gárgolas impertérritas en sus balcones.

Los perros se han convertido en un artículo de lujo. Solo los más poderosos pueden permitirse uno.  Los más preciados son los canes modificados genéticamente para que carezcan de control de los esfínteres, lo que justifica sacarlos a la calle a cualquier hora del día.

El prestigio social se basa exclusivamente en su nivel como espectador. Aquellos que ven más series son mejor valorados. Ver solamente una temporada de una serie de éxito con cinco temporadas te convierte de manera automática en un paria, en alguien que no es de fiar, en alguien a quien ningún banco daría un prestámo, en alguien a quien nadie contrataría. No estar al tanto de las series es un suicidio. Algunos lo cometen. Con el tiempo terminan siendo desterrados. Infectados. Enterrados.

Nadie puede desplazarse más de cien metros. Ni para mudarse. Se extiende una práctica migrante tan original como arriesgada. Familias enteras con deseos de cambiar de barrio o de ciudad, se intercambian sus casas con familias vecinas para ir avanzando poco a poco por el mapa, saltando de casilla en casilla por el tablero de un parchís dantesco.

Los funerales se celebran en streaming. Las condolencias se expresan en emojis. Los más conspiranoicos sospechan que las imágenes del ataúd en la incineradora son siempre las mismas.

Los guantes de plástico y mascarillas abandonadas revolotean por las calles. Allá arriba, el cielo es ancho y azul.

El señor regresa a casa.

118.000 contagiados.
10.935 muertos.




31/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x02.

El mes de marzo de 2020 termina con 94.000 contagiados. 8.189 muertos. El señor redondea los contagios, porque no se los cree nadie. El número de muertos cuesta también de creer, pero es una cifra precisa y exacta. Basta con contar las bolsas que se amontonan en el Palacio de Hielo y en la Ciudad de la Justicia, aunque es dudoso que los muertos obtengan justicia de ningún tipo, del mismo modo que no van a ponerse a patinar.

Prosigue la llamada lucha contra el virus. El día 30 de marzo se endurecen las restricciones y ya solo pueden salir a la calle los que se dedican a actividades esenciales: conductores de autobuses vacíos, policías haciendo de sherif y periodistas informando de lo sorprendentemente vacío que está todo. Poco más. El señor constata en una de sus salidas que el quiosco de lotería de la esquina está cerrado. Al parecer, alguien ha considerado que la suerte no es esencial en estos momentos. Veremos, piensa el señor.

El señor, cualquier espectador lo sospechará a estas alturas, no es el personaje más optimista del mundo. Ni siquiera de su calle. Duda por sistema de casi todo, hasta de la esperanza. Y desde luego, duda de que en quince días nada vaya a mejorar o resolverse. Incluso Boris Johnson, negacionista de la pandemia hasta hace un cuarto de hora, admite que el confinamiento y la paralización total o parcial de la economía puede prolongarse seis meses más. De manera que tendremos que ver al Presidente del Gobierno hacer una docena de prórrogas del estado de alarma. No duda el señor de que detrás de esta dosificación de las malas noticias hay buenas intenciones, pero él preferiría que se tratara a la ciudadanía como personas adultas, que afrontarán las siguientes semanas con mayor entereza y mejor organización si cuentan con información fiable y veraz.

El señor, por tanto, no piensa, no visualiza el momento que todos parecen tener en mente, el instante feliz en que todo esto pase. De hecho, él vive ya como si no fuera a salir de su casa nunca más, algo que por otra parte tampoco difiere mucho de su vida anterior. Eso sí, el señor  está descubriendo nuevos vicios para los que se creía inmune: Twitter y el ajedrez on line. Un giro inesperado que lamentablemente no traerá a esta serie mucha más acción. Quizá ambas actividades le sirven para descargar tensión. O acumular ira. No está del todo claro.

El señor se toma otro café solo mientras saborea una idea. Parece que ciertas personas se hubieran estado preparando para esto toda la vida, piensa el señor: los astronautas, los juntaletras, las amas de casa. Y él está convencido de que es las tres cosas a la vez.

Boris Johnson: contagiado.

28/3/20

1.Pedos

Hoy me ha venido a la mente la imagen de unos niños revoloteando alrededor de un señor que acompaña cada paso de un sonoro pedo, el recuerdo de infancia que compartió una vez en la mesa la amiga de mi tía María, hace al menos 30 años. Ella murió hace tiempo ya, y he sentido un vértigo repentino al pensar que es muy posible que ese recuerdo solo viva en mí.

26/3/20

24.

Durante la COP25 leí en prensa que la caída del Imperio Romano se debió a un cambio en las temperaturas. Hoy leo que en realidad fue cosa de las plagas de peste y viruela.

25/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x01.

El señor arranca la temporada visiblemente más delgado y con la barba más asilvestrada.

En estos días, ha visto reducirse sus horas a unas pocas rutinas diarias: trabajar, echar una mano a sus hijos con los deberes, hacer un poco de ejercicio. Algún episodio. Alguna lectura.

La actividad antes anodina y cotidiana de salir a hacer la compra se ha imbuido de extrañeza. Es una aventura cargada de angustia, de peligros imaginarios, de diálogos a flor de piel y de una desoladora melancolía.

En Carrefour, el hipermercado más grande del barrio, no quedaban cebollas. Tampoco apenas material de papelería, casi el principal motivo de que fuera allí y no a otro lugar. Sin embargo, sí encontró a un amigo al que hacía tiempo que no veía. Una situación doblemente singular. Optaron medio en broma pero muy en serio por saludarse con el codo, y se pusieron al día de sus confinamientos,  tan similares y tan distintos. A él,  acostumbrado a pasar su tiempo fuera de casa, el encierro se le hace cuesta arriba. Su ex, médico internista, está contagiado. Pero el amigo se alegra al menos de tener perro. La vida social fuera de las redes le recuerda al señor los breves encuentros de novelas como 1984, en que los personajes hablan de actualidad o del tiempo intentando deslizar un mensaje más profundo. Como en una película de espías.

En la panadería había cola de ancianos enmascarados. En la frutería, también. Una vieja sale bajo el peso de su chepa, cargando una bolsa de hortalizas y sosteniéndose en un precario equilibrio con ayuda de una muleta. Pero cómo no viene tu marido, le pregunta un señor de la fila. Él está peor, le contesta la vieja. Pues estamos apañados, dice el hombre. El señor ayuda a la mujer a bajar unos escalones y ve que se le inundan los ojos en lágrimas. Gracias, joven, le dice.


En el mercado apenas hay nadie. El charcutero le sonríe desde detrás de una mascarilla. Una sonrisa de resignación. Le cuenta al señor que ahora está obligado a tomar la temperatura a los repartidores del género, y registrarlo en un impreso que puede ser objeto de inspección en cualquier momento. Le muestra el termómetro de infrarrojos. Le cuenta también que está preocupado por su hijo, que debe examinarse en junio de la selectividad. A ver qué pasa, le dice.

El pollero se muestra tan crítico como preocupado. Hemos ido tarde. Mi hijo vive en Suiza, le dice al señor, y cuando empezó lo de Italia, cerraron fronteras y confinaron a todo el mundo en su casa. Lo peor es ahora la incertidumbre, tanto de la salud como de la economía. Los que no caigan por una cosa, caerán por la otra. Yo tengo 61 años y me siento lleno de vitalidad, pero si enfermo, a lo mejor me descartan para tratar a alguien con más probabilidades de sobrevivir que yo. Los dos se despiden con un "en fin".

El señor se zambulle en twitter y en la prensa digital varias veces al día. Se entera de que Vox está haciendo campaña contra los titiriteros (queda claro que no los necesitamos, dicen) y contra los inmigrantes (que se paguen su tratamiento contra el virus, dicen). Se entera de que han habilitado como morgue el Palacio de Hielo de Madrid. Se entera de que van a cancelar el curso escolar. Luego se entera de que no. Se entera de que estamos a la espera de dos aviones repletos de material sanitario. Luego se entera de que ese material es absolutamente insuficiente. Se entera de que Harvey Weinstein está contagiado. De que Plácido Domingo está contagiado. El señor ata cabos. Luego el señor se entera de que Carmen Calvo muy posiblemente está también infectada. Adiós a otra teoría. Se entera de que el príncipe Carlos de Inglaterra está contagiado. Se entera de que Greta Thunberg dice que está contagiada. El señor se pregunta si el contagio de coronavirus no será ahora mismo una especie de paseo de la fama para las celebridades. Una alfombra roja por la que desfilar luciendo síntomas en lugar de diamantes, escotes y sonrisas. El señor se pregunta cuántos famosos estarán dispuestos a mentir, a decir que están contagiados solo para darse publicidad. El señor es muy suspicaz, como ven. El señor se entera de que en Rio de Janeiro es la mafia quien ha impuesto el confinamiento en las favelas, en vista de que el estado no mueve un dedo. El señor se entera de que Iker Jiménez ha entrevistado a decenas de prestigiosos científicos en su programa desde fechas tan tempranas como enero. Esos científicos alertaron casi desde el principio sobre la gravedad de la epidemia y la necesidad de tomar medidas. Iker Jiménez es consciente de que él solo es "el de los fantasmas", pero se muestra asombrado porque la información estaba ante nuestra narices y todo el mundo la ha ignorado. El señor comienza a ver a Iker Jimenez como a un periodista mucho más fiable que las estrellas de la prensa autodenominada seria.

La mañana del miércoles 25 de marzo hay 48.000 contagiados. 3.400 muertos, más incluso que en China. Una triste victoria.

24/3/20

22.

Tenía intención de escribir aunque fuese una frase que no tuviera que ver con el dichoso Coronavirus, pero me parece que no va a poder ser.

22/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 12.

¿Hay sexo en esta serie? Lo hay, pero debe admitirse que algo menos que en Juego de Tronos. El señor imagina los encierros de parejas sin hijos como lunas de miel sin la exigencia de hacer turismo, un desenfreno de carne y hormonas.  También es posible que se limiten a darse atracones de series.

El señor y su familia limpian, ordenan, aspiran, friegan. Hacen yoga. Juegan a tenis de salón. Plantan semillas de perejil y cebollino. Y entretanto, los gráficos de contagio parecen querer dispararse hacia la estratosfera en toda Europa. Ni rastro del célebre aplanamiento de la curva. Johnson se rinde y cierra pubs, gimnasios, cines y discotecas. Fin de la vía alternativa. La tensión aumenta. Se percibe también en las calles.

Un día el señor ve por la ventana a una pareja de ancianos del edificio de enfrente con la mirada fija en un yonqui buscando algo en el suelo. Y sabe el señor que la indignación de los ancianos no se debe a que se esté preparando un chino, sino a que está incumpliendo el confinamiento.

Otro día, el vecino del señor insulta desde el balcón a un tipo que estaba cagando en la calle. Son también más frecuentes las caceroladas. Las hay para el rey, para Pablo Iglesias, para Pedro Sánchez. Pronto terminarán coincidiendo las caceroladas con los aplausos. No hay tiempo suficiente para tanto ni de lo uno ni de la otro.

A mediodía del domingo 22 de marzo, Pedro Sánchez anuncia que el estado de alarma se prolongará dos semanas más,  al menos hasta el 11 de abril. Este es posiblemente su mejor discurso en toda la crisis. A la mujer del señor se le saltan las lágrimas cuando el presidente enumera algunos de los gestos solidarios de la ciudadanía.

E señor toca Imagine al piano. Es una canción trillada y capaz de generar caries en una sola escucha, pero su hija ha aprendido a tocarla con el violín y el metalonotas, y le parece buena idea hacer un dúo. Mientras suena la canción, puede el espectador visualizar el panorama de ese domingo distópico, los aplausos y luces estroboscópicas en los balcones, médicos rompiendo a llorar cuando llegan a casa, niños haciendo videollamadas a sus amigos, camioneros doblando turno en las carreteras desiertas, asesores sin escrúpulos calculando la siguiente mezquindad, cientos de camas dispuestas  cartesianamente en los pabellones de IFEMA.

A media tarde, el señor y su mujer hablan de la evolución de los acontecimientos. 28.000 contagiados. 1.700 muertos. Él hace planes en voz alta, son afortunados porque por el momento no tienen problemas económicos y es una oportunidad para compartir muchas cosas en familia. Ella está de acuerdo. Luego lo mira pensativa y le dice que se adecente por favor la barba, que estará más guapo.

Fin de la primera temporada.

20/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 11.

El día del padre arranca con 17.400 infectados. 800 muertos. Muchos de ellos serán padres. O hijos.

El señor se sienta en su escritorio a trabajar. No encuentra ahí ningún dibujo o manualidad de sus hijos. Bueno, se les habrá olvidado, piensa el señor. Se concentra en el proyecto que debe entregar ese mismo día. Más tarde se asoma a la terraza y observa a los niños, leyendo un cuento a su prima a través de wassap.

A mediodía decide bajar a por el pan. Eso sí, a 20 minutos de distancia. Es la única panadería artesana del barrio, aunque no sabe el señor si esa explicación le valdría a la policía. Hace un día primaveral. No se cruza con más de cinco o seis peatones. El tráfico es mínimo. Solo se oye el canto de los pájaros, que parecen irse apoderando del espacio público, y se aventuran en busca de comida en las aceras desiertas y hasta en plena calzada.

Hay una cola de tres personas frente a la panadería, separadas a unos tres metros de distancia. Un tipo inunda de pronto el campo visual del señor pidiéndole la vez. Está cerca, demasiado cerca. El señor le da la vez e inmediatamente le da también la espalda para evitar posibles contagios, pero juraría que ese hombre va en pijama. Cuando le llega el turno de entrar en el local, se desinfecta las manos con gel higienizante y compra un par de barras de pan y unas magdalenas. La panadera lleva mascarilla, guantes, gorro, gafas y delantal. Han instalado una mesa para aumentar la distancia de seguridad del mostrador. Paga con tarjeta. El lector está cubierto con un plástico. La panadera se adelanta a la pregunta del señor. No podemos caer, dice. Si nos ponemos enfermos nosotros, tendremos que cerrar.

De vuelta a casa, y en un acto de cursilería impropio de él, el señor coge un par de dientes de león para que puedan soplarlos sus hijos. Menudo paseo me he dado, informa el señor. Pues has cometido una ilegalidad, le dice su mujer. Quizá sí, pero el señor piensa que encima de que se acaba el mundo no van a comer pan del chino. Y sí, le apetecía el paseo. Confía en que su mujer no lo denuncie a las autoridades.

A las ocho en punto, un clamor inunda el aire. El señor se asoma a la ventana. Una larga ovación recorre los balcones del barrio. Sus hijos también se asoman y aprovechan para gritar y aplaudir como locos. Después de cenar, obligan al señor a sentarse en el sofá. Le han preparado un espectáculo de magia. Qué fácil es enternecer y llenar de orgullo a un padre.

A la mañana siguiente, se alcanzan los 20.000 infectados, y se superan los1.000 fallecidos. Los datos no son esperanzadores. Los gestos de la ciudadanía, sí. El señor lee en la prensa que una fábrica de sofás de Murcia está fabricando mascarillas y batas de manera altruista, y que una destilería de ron está produciendo exclusivamente alcohol sanitario. También hay muchos jóvenes ofreciéndose para ayudar a la gente mayor de sus barrios y comunidades. Sentado en su silla, el señor les dedica a todos un silencioso aplauso mental.

Albiol: infectado.
Esperanza Aguirre: infectada.
El marido de Esperanza Aguirre: infectado.

¿Será un virus de izquierdas?, comenta un amigo del señor.

19/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 10

El señor habla por teléfono con su hermano, que está en Sabadell, encerrado con tres niños en casa. Hace unas semanas sufrió una pequeña fractura en la mano y ahora han dejado de aplicarle el tratamiento que requiere. No voy a aplaudirles, le dice al señor, primero porque no puedo, segundo porque no les da la gana arreglarme la mano. En el hospital le han dicho que lo estudiarán a fondo cuando todo esto pase, frase que se ha convertido en algo así como un mantra o un comodín, pero el hermano del señor teme que la fractura mal curada derive en una lesión crónica. Cuando todo esto pase.

A mediodía, el señor toma la decisión de fugarse de casa con una bolsa de Mercadona como coartada. Se cruza con algunos individuos en la distancia. Hay intercambio de miradas llenas de recelo, como en un western. Cada uno carga con su visado: un perro, una garrafa de agua, un carro de la compra.

El señor sigue dando la vuelta a la manzana por las calles menos transitadas. El barrio está tomado por las palomas, las urracas, la maleza y los dientes de león. No hay niños que los soplen. Desde el punto más elevado, contempla en silencio el skyline de Madrid, blanco y polvoriento como si hubieran lijado el cielo. El señor se da cuenta de que por esas calles no hay comercio alguno, y de que si la policía lo para, sus explicaciones van a estar plagadas de tropiezos e inconsistencias. Vuelve a casa sin demora.

Los niños se entretienen en la terraza haciendo penes, vulvas y culos con pompas de jabón, actividad que no figuraba entre las 500 que han recibido a lo largo de estos días a través de las redes sociales, y eso lo alegra. Comienza a tomar forma, piensa el señor, la Cuarentena Ideal, los parámetros socialmente aceptables y deseables según los cuales uno debe conducirse durante este trance, que implica gestos solidarios como los aplausos de balcón, tablas de ejercicios dignas de opositores a bombero, talleres infantiles 24/7, copas virtuales con amigos, puesta al día del catálogo de Netflix, y seguimiento de cursos que nos permitan convertirnos de una vez en la mejor versión de nosotros mismos. Y todo con una sonrisa. Es el apocalipsis del buen rollo. Lo cual está muy bien, mientras nadie trate de imponerlo. El señor puede o no hacer algunas de esas cosas, pero de manera instintiva, desconfía de las tendencias y las recomendaciones. ¿De dónde diablos han salido todos esos expertos domésticos en el fin del mundo?, se pregunta el señor. ¿De dónde sacará esa gente el valor para dar consejos tan brillantes como, por ejemplo, el de llamar por teléfono a amigos y familiares?

Al señor le empieza a apetecer un poco de mal rollo. Solo por variar. Tras las canciones, tras los aplausos, tras las reivindicaciones a golpe de olla y los arcoiris pintados en las ventanas, el señor confía en que vengan las pedradas.

Deja languidecer la tarde simulando trabajar frente al ordenador. Después, mientras prepara una masa de pizza con sus hijos, oye una especie de cencerro procedente del portal, y recuerda que hoy era la cacerolada al discurso de Felipe VI.








18/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 9

Lluvia. Cielo gris. La casa parece un submarino.

Días antes de la cuarentena, el señor empezó a poner en práctica ayunos intermitentes, y ahora le parece el momento adecuado para aplicar los mismos principios a la comunicación. Día de ayuno informativo. Ni twitter, ni prensa, ni tele, ni wassap. El señor está hasta la coronilla del coronavirus.

Por primera vez en muchos días, logra concentrarse en el trabajo varias horas seguidas. También se reduce notablemente su ansiedad, su agitación interior. A pesar del ayuno, le llega el eco de algunas noticias, como gritos de ballenas a kilómetros de distancia: Sánchez dio otro discurso, habrá moratoria de hipotecas, los casos aumentan. Poco más.

El señor pasa media hora en el estanco imprimiendo actividades escolares. El estanquero se toma muy en serio la tarea. Repasa una y otra vez las hojas que hay, las que faltan, las que están duplicadas. Todo con sus guantes de látex azules y evitando la tentación de chuparse los dedos.

Las fichas suponen un conflicto con el hijo mayor del señor, que ve materializada precisamente ahí su idea del apocalipsis. El señor se viste con sus pantalones blancos y su camisa hawaiana de naranjas mediterráneas y se graba cantando y tocando el teclado. La idea es realizar un vídeo de su grupo durante la cuarentena, con cada miembro en su propia casa.

La tarde avanza entre circuitos de gimnasia, acrobacias laborales, juegos de mesa y horas de estudio. La mujer del señor le pide que se afeite.  Él se niega en rotundo.


Se despierta en mitad de la noche por culpa de la picadura de un mosquito entre el dedo anular y el corazón de la mano izquierda. El mosquito le parece al señor fuera de lugar, no solo por la época del año, sino por la temática del momento. Es como si el protagonista de Parque Jurásico viera amenazada su vida por una neumonía en lugar de por un T-Rex.

Duerme en el sofá.

A la mañana siguiente, hay 13.700 infectados. 600 fallecidos.

17/3/20

15

¿Es posible que estando en cuarentena todo el día en casa no tenga tiempo ni para escribir la sinopsis del siguiente episodio? Es posible.

16/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 8

9.200 contagiados, 300 muertos. El señor es de letras puras pero detecta un ligero incremento desde el día anterior. Le entran unas ganas irrefrenables de comprar papel higiénico. No se entregó a la orgía de celulosa de los primeros días y ahora él y su familia no tienen en casa ni un rollo.

El señor baja primero a tirar la basura. Calzarse le hace sentir como un astronauta a punto de realizar una operación en el espacio exterior. Baja las escaleras y ya no se siente un astronauta, sino un criminal o un revolucionario. No nota en la calle mucha diferencia respecto a otros días. Los mismos tres borrachos de siempre con sus yonquilatas frente al chino. Tráfico fluido en un sentido y en el contrario. Gente paseando al perro. Quizá demasiada gente paseando al perro, incluso arrastrando al perro. Y a lo largo del trayecto se van revelando otras diferencias: persianas cerradas, gente fumando en los balcones, ancianos con mascarilla, guantes de látex tirados por el suelo.

Hay cola para entrar en el Mercadona. Y unas marcas de pintura indicando dónde debe colocarse cada eslabón de la cadena para manetener la distancia de seguridad. Aforo limitado en el supermercado. El señor recuerda esperas similares para acceder a locales de Malasaña ya bien avanzada la noche.

El señor llena las bolsas con agilidad y determinación. Tras unos minutos nota un exceso de tensión en la mandíbula. Está apretando la boca para que no se le cuele el aliento de los demás. Es consciente de que procura no acercarse a nadie, de hecho, está procurando no ver a nadie. Su itinerario lo conforman los pasillos desiertos. Al ir en busca de unos yogures ve a un tipo estornudando sonoramente. Lo hace en el codo, pero el señor opta por visitar otra sección mientras se sedimentan los virus en supensión.

Toser en el codo, piensa el señor, será otro de esos gestos que partirá la historia en dos. Como el de pagar en euros. El señor podrá contar a sus nietos que de joven pagaba en pesetas y se tosía en la mano. Y sus nietos lo considerarán un bárbaro. ¿Y por qué lo llamarán "toser en el codo" cuando todos sabemos que eso es imposible?, se pregunta el señor. Uno no puede toserse en el codo del mismo modo que uno no puede lamerse el codo. ¿Cómo se llamarán las corvas de los brazos?, se pregunta el señor para intentar disolver la opresiva sensación de angustia que se está apoderando de él.

El señor hace el camino de vuelta lo más rápido posible, que no es mucho, pues lleva tres bolsas cargadas hasta los topes, cuyas asas, por cierto, amenazan con cercenarle los brazos. Pero no descansa un segundo, porque no quiere pasar en la calle ni un segundo de más. Cuando abre la puerta de su casa, está sudando y sin aliento, las manos dormidas. El señor guarda la compra pensando que quienes no sucumban ahora a la desesperación del encierro lo harán después a la de la liberación. El señor concluye enseguida que es un buen candidato a padecer sociofobia o agorafobia.

Ayuso: infectada.
Torra: infectado.
Seat: ERTE a 15.000 empleados.
Burger King: ERTE a otros 15.000 empleados.

La corva del brazo puede llamarse sangría, sangradura o fosa del codo.

15/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 7.

6.400 contagiados en España, 196 muertos, suman ya, cuando el señor consulta las cifras la mañana del domingo 15 de marzo, como un inversor ansioso por ver qué tal va la Bolsa. Diez horas después, son más de 7.700 infectados y casi 300 muertos. Si alguien está invirtiendo en esto de verdad, va a irle muy pero que muy bien.

Primer día de reclusión real. Previsión meteorológica: tormentas. Sin embargo, el cielo está azul como una piscina. El señor dedicó la tarde anterior a adecentar la terraza, así que hoy los niños pueden desayunar al aire libre, y leer y jugar tumbados al sol. El señor es muy consciente de que estas prisiones en que se han transformado los hogares no son iguales para todos. La celda de unos será un interior de 30 metros cuadrados con olor a humedad, y la de otros será un chalé con jardín, pista de tenis y rocódromo. Como si cumplieran condena en países o en mundos distintos.

Es domingo, pero el señor decide dedicar gran parte del día a trabajar. Le da la vuelta al teléfono y se resiste a entrar en twitter o leer la prensa. Pero, al final, lo hace. Le sorprende, claro, la posición de Gran Bretaña, que ha optado por la medida más drástica de todas: no tomar medidas. Lamentan in advance la previsible muerte de una parte significativa de la población mayor de 65 años, pero se niegan a contraer la economía en pleno Brexit. Y había quien acusaba a los chinos de frialdad.

El señor hace ejercicio, flexiones, abdominales, burpees, sentadillas, y sube y baja las escaleras decenas de veces. Su mujer y sus hijos optan por una clase de fitness vía youtube que alguien les recomendó. En el apocalipsis de la abundancia, los supervivientes no comparten mendrugos de pan duro sino links de youtube con clases de zumba. El señor no tiene nada en contra de la zumba (bueno, la detesta), pero detesta más aún a quienes disfrutando de un encierro con comida, música y Netflix, intenta hacer creer en las redes que sus días son comparables a los de un refugiado rescatado de las fauces del mar.

Abundan también las críticas al gobierno. Por retrasar el estado de alerta, por mentir, por tomar medidas insuficientes, o excesivas, por dejar abiertas las peluquerías.

El señor no tiene claro qué pensar. Es cierto que hace una semana el mensaje que caló fue que esto era una gripe sin mayor importancia y que nada auguraba un futuro como el de Italia. También es cierto que si España era antes un país con 47 millones de seleccionadores de fútbol, ahora se ha convertido en un país con 47 millones de epidemiólogos.

Estalla la tormenta.

14/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 6

5.200 contagiados en España, 133 fallecidos.

Nuestro señor luce barba, es un decir, y greñas, otro decir, pues lo cierto es que está calvo. Ya hacía días que venía necesitando de un repaso general con la maquinilla, pero ahora ha tomado la firme determinación de abandonarse completamente, de rendirse a un crecimiento capilar descontrolado, tan selvático como errático. La tentación de ensayar un naufragio doméstico es demasiado grande. Su mujer ha tratado de cortar la idea de raíz diciendo que ni de coña. Será interesante ver cómo se desarrolla esta subtrama.

El señor advierte que en las redes circulan menos memes y chistes, que a muchos no les hacen gracia ya si tienen a su padre ingresado o a su hermana doctora dejándose la piel en un hospital, y abundan las imágenes reales, aunque muchas no lo parezcan, como las de italianos tocando y bailando en los balcones, o las de centenares de familias que se fueron de excursión a la Sierra de Madrid,  o las de Ortega Smith haciendo gimnasia y asegurando que sus anticuerpos españoles acabarán pronto con este maldito virus chino.

Durante el desayuno, café, zumo y croissants a la plancha, la mujer del señor ha leído en voz alta el texto de una italiana que reflexiona sobre las cosas buenas que nos deja el virus, siendo una de las más valiosas precisamente el tiempo para reflexionar sobre qué aspectos deberíamos cambiar en nuestra vida y en nuestra sociedad. La mujer del señor no logra evitar que se le salten las lágrimas. Los niños no entienden el texto, pero al final aventuran: "¿lloras porque es bonito?"

El señor y su familia recogen (una escena trepidante), pasan la aspiradora (pura adrenalina), y acaban con las pequeñas hormigas que desfilan tras el sofá (una matanza que parece sacada de Salvar al soldado Ryan). La escalada de tensión llega a su apogeo cuando la hija del señor se lanza a fregar la casa como si no hubiera un mañana, poniendo en peligro real la integridad de todos, pero afortunadamente nadie resbala ni se descalabra, a lo sumo se descubre de pronto con los calcetines mojados.

El señor dedica parte de la mañana a hablar por teléfono con amigos, pero les cuelga en cuanto le dicen que lo suyo no será Covid-19, sino un catarro común. ¿Qué ganan quitándole la ilusión?, se pregunta el señor mientras se mesa la barba.

Aumentan los casos. 5.700 contagiados. 180 fallecidos.

Finalmente, a primera hora de la tarde, llega la noticia que todos esperaban: es la hora del confinamiento. Al señor, secretamente,  casi le alegra, porque en el fondo siempre ha fantaseado con ser un monje de clausura, o un vagabundo o un loco o un náufrago o un preso. Aunque es cierto que en ninguna de esas fantasías se veía acompañado de una mujer y dos niños.

13/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 5

Por primera vez en tres días, el señor se despierta sin sensación de fatiga. Sube las persianas. Hace sol. Su familia está descansada y de buen humor. 3.000 infectados en España. Casi 128.000 en el planeta. Dicen que en 7 días podríamos alcanzar los 7.000 contagios, nivel que en Italia supuso el cierre total del país, aeropuertos, hostelería, oficina y comercios, salvo farmacias, gasolineras y supermercados. El señor sorbe su café solo y empieza a considerar seriamente la cuarentena como un auténtico regalo.

Su mujer dice tener flemas. El señor también comienza a notar más… mucosidad, porque solo pronunciar la palabra flema le llena la boca hasta la náusea. La gente se alegrará de escupir gapos, dice su mujer, significa que están sanos.

Dicen que Chuck Norris ha sido infectado, lo cual es una pésima noticia.

Venezuela y Marruecos cierran fronteras con España.

Pornhub regala en Italia suscripciones premium.

Mientras la mujer del señor hace acopio de provisiones en Carrefour (de todo salvo papel higiénico), los niños siguen con sus juegos postapocalípticos y él trata sin éxito de concentrarse en el trabajo.

En plena sobremesa, comparece un señor en televisión afirmando que es el presidente del gobierno y que mañana decretará el estado de alarma. Cómo disfruta Ferreras. Pero a nuestro señor lo que le llama la atención es que el presidente de un país salga en la tele para decirle que se lave las manos, porque inevitablemente parece una parodia de Casimiro pidiéndole a los niños que se laven los dientes. Una parodia trágica, se entiende. En el discurso hay poca épica. El presidente da la impresión de ser el sustituto del secretario del presidente. Quizá el señor ha visto demasiado cine.

Por la tarde baja a correr acompañado de sus hijos, que van en bicicleta, porque es perfectamente posible que al día siguiente prohíban salir de casa. Hay una larga cola de vecinos del barrio a las puertas del estanco, tal vez en busca de papel de fumar como sucedáneo del papel higiénico. En los autobuses con los que se cruza no hay más de dos o tres personas, quizá la gente común empieza a concienciarse, piensa el señor. Sin embargo, al atravesar un parque ajardinado, descubre decenas de ancianos, de niños, de yonquis y de borrachos ocultos entre los matorrales y los setos, entre las ramas de los pinos, los olmos y los abetos, como bestias en la selva.

Desde un punto elevado, se detiene el señor junto a sus hijos a contemplar cómo cae la noche sobre la ciudad sitiada.

12/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 4.

El señor comienza el nuevo día con un poco más de energía. Su adicción a los titulares on line y los wassaps es ya irrefrenable. Cuesta centrar la mente en otra cosa que no sea la pandemia (ayer mismo la declaró la OMS como tal). Una sensación de absurdo lo invade.

Su mujer se queda en casa por temor a estar también infectada, no quiere correr el riesgo de contagiar a algún compañero. Bastante mal está llevando ya la crisis su empresa, especializada en grandes eventos. Los niños no dejan de canturrear.

El señor va al mercado para comprar alguna cosa, carne, fruta, pollo. La pollería está imposible, y se nota en la vitrina que no cuentan ya con el mejor producto. Más que pollos, parecen pollitos. El carnicero asegura que saldremos de esta, que ya nos iremos acostumbrando. Una señora dice sí, pero alguno se quedará por el camino. Bueno, mujer, no hay que pensar eso, dice el carnicero.

El señor avanza por la calle con sus bolsas observando a la gente, que en su inmensa mayoría sigue a lo suyo, sus paseos, sus terrazas, sus saludos efusivos, imagen que contrasta con el vídeo recién llegado de Italia en que un coche de policía patrulla las calles vacías.

El señor entra en su portal y cierra la puerta, cosa que venía haciendo para evitar la irrupción de okupas al acecho (según solicitaba una nota en el portal), pero ahora no tiene claro si la cierra por ese motivo o para evitar la entrada de infectados. 3.000 van ya en España, casi 90 muertos.

El señor, su mujer y sus dos hijos salen a última hora de la tarde a dar un paseo por el barrio. Hace calor. El señor y su mujer hablan fundamentalmente de asuntos relacionados con el virus. Los niños se lanzan con sus bicicletas por las pendientes gritando de alegría.

Irene Montero: infectada.
Pablo Iglesias: en cuarentena.
Ana Pastor: infectada.
Tom Hanks: infectado.
Pedro Sánchez: aislado para que no resulte infectado.

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 3.

El señor protagonista recoge a sus hijos a las 5 y echa la tarde en el parque de cháchara con otros padres, eso sí, a una distancia mayor de lo habitual, mientras los columpios son un hervidero de críos chupándose las manos y pegando mocos en el tobogán. El amigo italiano del señor se muestra cada vez más preocupado por el previsible colapso de la sanidad, una réplica del que se está produciendo en su país. Le han llamado médicos llorando porque deben dejar morir a gente en los pasillos. El señor, por su parte, confiesa que tiene tos. También menciona una idea que le ronda la cabeza estos días, la de que en nombre de la salud, estamos perfectamente dispuestos a perder la libertad y someternos a un gobierno autoritario, idea que no termina de calar. La gente se separa un poco más.

Acto seguido, y por distraerse del tema, el señor se dirige a la biblioteca municipal para hacerse con La peste, de Albert Camus. También se lleva consigo un montón de DVD de dibujos animados que estaban en el cajón de expurgo, y los reparte con alegría entre los niños y niñas del parque.

En el móvil del señor aumenta peligrosamente el caudal de memes, titulares fake y recomendaciones varias. Muchos tienen que ver con Ortega Smith, que está infectado y el día 8 asistió a un acto multitudinario de Vox en Vistalegre. También está el asunto de los supermercados: la ciudadanía ha irrumpido en estampida en Mercadona llevándose consigo hasta el último rollo de papel higiénico. Solo ha quedado temblando el cajón del brócoli. El señor trata de ver la tele o de leer algo que no tenga que ver con el dichoso coronavirus, sin éxito alguno. Le entra sueño y se va a dormir. Noche agitada.

A la mañana siguiente, trata de avanzar con el trabajo entre meme y meme, y confecciona un calendario para organizar las tareas escolares que debe hacer su hijo mayor en estos 15 días. Un cansancio como de arena comienza a inundarlo por dentro. Aumenta la tos.

Wasapeándose con su amigo del coro, descubre que este, su mujer, y sus amistades del Liceo están también con síntomas similares: fiebre, tos, agotamiento general. El señor a estas alturas está convencido ya de que todos ellos están infectados con el virus. Sopesa llamar al teléfono de urgencias, pero su amigo lo ha hecho y solo le han recomendado descansar y tomar paracetamol. El señor está convencido de que si hicieran la prueba a todo el que sospecha que padece la enfermedad, el número de casos se multiplicaría de manera alarmante. Y nadie quiere aquí alarmar a nadie.

El malestar general del señor aumenta en paralelo a la euforia de sus hijos, que no han salido en todo el día. Por la noche, mientras ellos se entregan con vehemencia a la construcción de una cabaña en su litera, el señor empieza a leer La peste, donde encuentra descripciones de espeluznantes agonías, y frases tan certeras como esta: "Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y, sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas".

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2

La crisis italiana es tratada en los medios con el maximalismo y la ligereza con que se habla de las nevadas y las olas de calor. Los locutores sonríen al enumerar las medidas del gobierno, que parecen diseñadas específicamente contra el carácter nacional italiano: partidos de fútbol sin público, cierre de escuelas y universidades, cancelación de eventos multitudinarios, recomendación de aumentar la distancia personal y reducir el contacto, besos, abrazos, caricias. El señor también sonríe. Le encantan las ironías.

En esos días debía tener lugar el Mobile World Congress de Barcelona, pero termina cancelándose por la renuncia en cadena de las principales empresas del sector, algo que tanto a ciudadanos como expertos les parece un gesto un tanto sobreactuado.

El número de contagiados en Italia se dispara, también el de fallecidos. Hay casos puramente tragicómicos, como el de varias familias que resultan infectadas al coincidir en un velatorio (¿era el muerto víctima del Covid 19?). El norte se blinda, al menos en teoría. Resulta que muchos han optado por huir y pasar la crisis en el pueblo, que suele estar al sur. La situación se descontrola y las restricciones pasan de ser regionales a ser nacionales.

En España aumentan los casos, también los fallecidos, pero en total habrá un par de cientos, así que nadie se preocupa en exceso. El señor no es una excepción. Sí empiezan a considerarse personas de riesgo las que provienen de Italia, hecho que le sirve al señor de base para algún chiste con su amigo italiano, quien comienza a estar preocupado, quizá deba cancelar un viaje previsto en abril, y habla de cierto colapso sanitario, de su padre, que requiere tratamiento traumatológico y no logra ser atendido, y de su hermana, que está en cuarentena encerrada en casa. El señor se muestra empático, pero todo eso se ve tan lejos…

El viernes 6 de marzo, el señor participa como tenor en un concierto del Requiem de Mozart. El evento tiene lugar en una basílica de los años cincuenta que parece una presa. El público es un mar de canas. Público de riesgo, salvo excepciones, entre ellas la mujer del señor, que comienza a sentir cierta aversión y se sienta sola en una de las bancadas de la última fila. Los organizadores del concierto piden a los miembros del coro y la orquesta que extremen las medidas de higiene e intenten evitar el contacto físico, de manera que todos bromean con el asunto saludándose con los codos o con los pies.

Al finalizar el concierto, el señor y su mujer toman algo con otro señor del coro y su mujer, y con unas amistades de estos. Hablan todos con todos, se besan, se abrazan, ríen. Comparten unas raciones tan caras como deplorables. En cierto momento sale el tema del coronavirus, que por un lado es motivo de guasa (los niños italianos recordarán sin duda con cariño el año del coronavirus, comenta el señor) y al mismo tiempo sorprende a todos que una enfermedad poco más grave que una gripe pueda suponer tal terremoto social y financiero. El Ibex en caída libre (esas son las palabras que se emplean).

El domingo, día 8 de marzo, tiene lugar la manifestación feminista del Día de la Mujer, que reúne en Madrid a millares de personas, pero el señor y su mujer prefieren acudir a la calçotada organizada por un amigo. Entre calcçot y calçot, la mujer del señor se muestra extrañada de que en plena epidemia se permita un acto de estas características (no la calçotada, sino la manifestación), pues no son pocas las empresas que han cancelado sus eventos multitudinarios en el último mes precisamente para evitar la propagación del virus.

El lunes día 9, las autoridades informan de un considerable incremento del número de contagiados en España, especialmente en Madrid, de manera que se pasa de un escenario de contención a uno de contención reforzada, lo que supone, entre otras medidas, el cierre de colegios, institutos y universidades durante dos semanas, tanto en Madrid como en la Rioja. Los padres se echan las manos a la cabeza. Nuestro señor protagonista tiene durante horas los ojos como platos. Su hijo mayor, de 9 años de edad, al enterarse de la noticia exclama "¡toma tomate!" y pide al cielo que el coronavirus dure para siempre.

7.Esperanza

La sospecha de que la ciudad, la sociedad, cada uno de nosotros, de hecho, no están, no estamos diseñados ni preparados para lo peor. Todo se hace y se organiza con una fe ciega, una esperanza insobornable en que todo irá bien. La circulación se basa en la fe de que el de delante mantendrá una velocidad similar, los edificios se construyen confiando en que no venga jamás un seísmo, el metro o alcantarillado rezan para que no llueva ni siquiera un poquito, y el sistema sanitario espera obstinadamente que todos estemos sanísimos.

11/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 1

Madrid, febrero. Un señor de 43 años se entera un día viendo la tele de que en China ha estallado un brote (esas son siempre las palabras que se usan) de un virus que podría haber llegado a los humanos a través de la ingesta de murciélagos. El señor menea la cabeza diciendo ay, estos chinos, mientras sorbe la armadura desvencijada de un gambón. El principal foco de la epidemia es la ciudad de Wuhan, que cuenta con 10 millones de personas, 500 de ellas infectadas, así que el gobierno la cierra a cal y canto: oficinas, fábricas, estaciones de tren y carreteras quedan desiertas y plastificadas.

A lo largo de las siguientes semanas, el señor habla con unos y con otros, y de tanto en tanto, entre los primeros pasos y tropiezos del gobierno de coalición y la serie que tienes que ver de Netflix, se cuela el asunto del coronavirus. Que si a saber si los chinos dicen la verdad, que si hay quien afirma que todo podría ser cosa de Trump para rematar su guerra comercial con el gigante asiático (esas son siempre las palabras).

El señor se maravilla ante la eficiencia y potencia logística de los chinos: construyen dos hospitales en 10 días, distribuyen millones de mascarillas, despliegan drones que velan por el cumplimiento de las restricciones de movilidad, toman la temperatura a oficinistas, cocineros, operarios, a todo el mundo, y cruzan ingentes cantidades de datos casi en tiempo real para determinar quién es y quién no un peligro para la salud del país. A los que sí, se los pone en cuarentena, aunque no faltan chistes proponiendo que quizá los ejecutan y los convierten en una materia prima más de su rica gastronomía.

El señor no es exactamente un héroe, hace poca cosa aparte de ver las noticias de la Sexta, hojear El Confidencial y cenar viendo El intermedio. En esos días es habitual ver en la tele las intervenciones vía skype de españoles que viven y trabajan en China contando su experiencia en primera persona, como si pudiera hacerse de otro modo. También recibe a veces algún meme relacionado con el virus, pero casi nunca lo reenvía.

Las cifras ascienden: 80.000 infectados en China, más de 2.000 muertos, aunque no son tantos porcentualmente, y la mayoría son ancianos con patologías previas. Algún experto lo compara en la tele con el virus de la gripe, y el señor asiente.

De pronto, el virus, como una pulga en un mapamundi, salta de país, pero a lugares que parecen aún más lejanos que China: Corea, Irán, Malasia, Baréin. Y nuestro señor sigue con su vida, haciendo promos, llevando a sus hijos al cole, al parque, a inglés, a la piscina. Para nuestro señor, en resumen, el virus no es más que una música de fondo a la que solo muy de vez en cuando presta atención.

Hasta que se produce el primer cliffhanger, y en la última semana de febrero, confirman los primeros casos en Italia.

10/3/20

5. Toque de queda

Las medidas y restricciones para evitar la expansión del coronavirus me llevan a pensar en la facilidad con que puede inaugurarse un estado totalitario.

9/3/20

4.La voz

Sorprendido por la voz de Alberto Olmos en un podcast, a quien hasta ahora solo había leído. No solo no me imaginaba cómo sonaría, tampoco que sus ideas, en el fondo las mismas de tantos artículos, resultarían tan carentes de brillo. La potencia de su humor y de su retórica, completamente ausentes. Lo que demuestra su talento como escritor, y explica por qué a menudo la gente no se interesa por su opinión tras invitarle a algún sarao literario, se quejaba él de eso y la respuesta es sencilla: así como algunos mejoran desnudos, él mejora por escrito.

8/3/20

3. Mejor amiga

Oído a dos amigas:

Me cago en la puta, es que ni se acercó por mi casa para ver cómo estaba. Y decía que era mi mejor amiga.

Joder, es que tú también, tía, os conocéis de hace dos semanas y ya es tu mejor amiga.

Ya. Pero yo qué sé. Yo estaba deprimida ahí en casa y es que ni se acercó a preguntarme qué tal te va. Hostia, que tampoco es mucho pedir. Ya paso de tener mejor amiga, que le den.

Yo es que tengo amigas en general y ya.

Sí. Tener mejor amiga es una tontería.

7/3/20

2. Promoción

Volviendo a casa con mi hija un yonqui encorvado se me acerca y me ofrece con una sonrisa mellada un abrigo para la niña. Es precioso y abriga mucho, dice. No, gracias. 30 euros, dice el yonqui. No, gracias. 20 euros, dice el yonqui. No, gracias de verdad. ¿Por cuánto lo quieres?, dice el yonqui. Es que no lo quiero ni gratis,  le insisto, no lo necesitamos. Yo no robo ropa, ¿eh?, dice el yonqui, pero este sí es robado.

6/3/20

1. Paso

¿Cómo ralentizar el paso del tiempo, mejor dicho, su trote, su galope? Vivo instalado en la sensación de quedar atrás, siempre atrás, con el cuerpo lleno de las marcas de sus cascos.

4/3/20

3. Hashtag

De nuevo me sorprende en el vestuario el discurso del niño. El niño del osito-robot. Este niño es un genio. O un loco. Un poeta. Un profeta. Un drogadicto. Un alienígena.

Está gordo y blanco como un monje. Se viste hablando solo, sus amigos, o sus compañeros, menean la cabeza, tratan de ignorarlo. A su alrededor deambulan viejos desnudos y jóvenes que se embadurnan las axilas con desodorante. Las paredes y el suelo rezuman humedad como en una gruta prehistórica. Y el niño habla:

Cuando consigues a la chica que te gusta: Me ha costado un riñón, pero bueno.

Cuando tu madre te dice que no hay nada gratis y tú le dices morir es gratis, respirar también, y ella te amenaza con la chancla porque has destruido su lógica.

Cuando los memes de Bob Esponja y Patricio ya no tienen gracia.

Cuando juegas al Mindcraft en 2020: Si no te he dicho nada.

Cuando juegas al Mindcraft en 2017: ¿Qué dices?

Cuando juegas al Mindcraft en 2014: Eres un genio.

Cuando hay alerta por coronavirus: Los reyes, las guerras, las hambrunas matan más.

#NoEsParaTanto

#SalvaElPlaneta

Solo ahí uno de sus compañeros se atreve a interrumpirle, diciéndole #Cállate.

A lo que el niño responde:

#NoTienesAutorizaciónParaEjecutarEseComando.

#LoSiento

3/3/20

2. Distancia

Los que hace una semana hacían chistes, empiezan ahora, tras ver el avance de la epidemia en España, a inquietarse, lo que demuestra por enésima vez que el humor nace de la distancia, del mismo modo que la distancia nace del humor.

2/3/20

1. Pollero

Llegar, el día, llegará, asegura el pollero a una anciana al otro lado del mostrador. Lo único que podemos hacer, continúa el pollero, es hacer las cosas lo mejor posible por si acaso al otro lado hay alguien que nos juzga, y remata contundentemente la frase deshuesando otro contramuslo.

28/2/20

3. Llovizna

Que no cunda el pánico, te dicen las 24 horas del días desde el gobierno, la prensa, la televisión, y es como pedirle a alguien cada minuto que se tranquilice,  al final solo consigues ponerlo nervioso. Que no cunda el pánico, pero con apenas veinte casos en España, se habla del asunto como si estuviéramos desbordados. Y quizá lo estamos. Me recuerda a los días en que cae una llovizna fina en Madrid, y se colapsa la ciudad.

27/2/20

2. Plácido

Parece que a Plácido le pusieron el nombre con una buena dosis de ironía. O que el hombre quiso rebelarse contra el nombre.

26/2/20

1. Misión imposible

Resulta que han cancelado el rodaje de Misión Imposible 7, que estaba teniendo lugar en Italia, a causa del coronavirus, imagino que sin considerar siquiera la magnífica publicidad que hubiera supuesto para la franquicia seguir adelante pese a todos los obstáculos, en lugar de quedarse en otra, la enésima ya, ironía del destino.

20/2/20

2. Goodreads

Al menos dos horas, si no fueron más, invertidas, por no decir perdidas , en goodreads. No podía parar de introducir títulos y repartir estrellitas a capricho, como si de mí dependiera examinar las obras de la literatura universal.

19/2/20

1. Osito robot

Historia oída a un niño en el vestuario de la piscina: la fábrica de juguetes quebró, porque uno de sus juguetes mató a un niño. Era un osito robot que toma la personalidad de sus dueños o algo así. Al parecer el niño era un psicópata. La empresa tuvo que pagar millones a sus padres. Pero luego tuvieron más hijos y ya está.

17/2/20

2.Olmos

Soñé que Alberto Olmos quería hacer un disco. Recuerdo hasta la portada: era una foto de su cara del revés (al parecer planeaba una trilogía o tetralogía, y en cada uno de esos álbumes su cara tendría una orientación distinta).

16/2/20

1.

Con ganas de acabar de una vez La Luz negra, de Gainza. No por una cuestión de suspense sino más bien de hastío. Qué ganas de pasar a otra cosa, dios santo.

14/2/20

3. Bernhard

Leyendo a Bernhard se forma uno la imagen de un dandi, un señor que no hace otra cosa que leer el periódico y pasearse de aquí para allá, recorriendo Europa, ahora viviendo en un hotel, ahora contemplando un paisaje austriaco, ahora en un mesón, invitando a su mesa a cualquiera que le cuente una historia.

13/2/20

2. Virus

Francamente, no creo que ningún virus logre acabar jamás con la humanidad. Veo más probable que sea nuestra reacción a ese virus lo que nos fulmine.

10/2/20

3. Eutanasia

Denuncian en las noticias la historia de una enferma que murió sin que le llegaran a conceder el derecho a la eutanasia.

9/2/20

2.

Empiezo a creer que la mayoría de las personas que acusamos de hipocresía son en realidad víctimas del autoengaño.