29/2/12

Conversación robada I

Caminan por la calle casi a oscuras. Algunas farolas están apagadas.

Chica: Joder, tronco, es que tienes líos con todas.

Chico: ¡Qué va! Anda, anda…

Chica: ¿Que no? Con la Deborah, con la Jenny, con la Marta…

Chico: ¡Si con la Deborah fue sólo una vez!

Chica: Sí, sí, pero el caso es que también te la tiraste. Joder, macho, es que no entiendo por qué te tienes que liar con todas las novias del Fran, porque ¡te has liado con todas!

Quizá se dirigen a la boca de metro que hay frente a ellos, un poco más allá; está iluminada como un artículo de lujo en un escaparate. O como un regalo venido del cielo. El chico la contempla con esperanza: puede que al meterse bajo tierra, la chica cambie de tema. Pero aún queda tiempo.

Chica: Tronco, de verdad, parece que es que tienes que meter siempre la polla donde la ha metido él.

El chico sigue mirando al frente, chasqueando la lengua molesto, no se sabe si por el comentario, o si por esa boca de metro, que se resiste a llegar.

Chica: No sé, lo mismo es que te gusta el Fran.

22/2/12

Hola

A los viajeros del metro, a una chica que pasea al perro, a alguien esperando a que el semáforo se ponga en verde, al barrendero. No discrimina: saluda a todo el mundo. Y lo hace con tal entusiasmo, que los interpelados no tienen más remedio que sonreírle y devolverle ese hola, como si estuvieran pasándose de mano en mano un cachorrillo tierno y juguetón.

Sin embargo, la gente reacciona así porque el saludador compulsivo es un niño de año y medio. Si lo hiciera yo, estoy seguro de que fruncirían mucho la cara como si les diera el sol de plano, al estilo de Clint Eastwood, dudando entre otorgarme el título de pervertido, el de psicópata, o el de retrasado mental.

Al niño se le devuelve el saludo, perdonándole con indulgencia su torpeza social, su desconocimiento de las reglas que rigen las relaciones entre las personas. A los desconocidos se les saluda sólo al entrar o salir de un sitio, o cuando queremos que nos ayuden con una dirección o que nos den un cigarrillo, no así, sin ton ni son. "Aún tiene que aprender", puede leerse en sus rostros comprensivos. Y mientras asisto a este breve diálogo, a ese intercambio de sonrisas que jamás hubiera tenido lugar en las mismas circunstancias entre dos adultos, me pregunto quién debería aprender de quién.

De todos modos, esto se le pasará cuando crezca. A medida que pasa el tiempo, saludamos cada vez a menos personas. Temiendo quizá que se nos acaben nuestros holas, terminamos enterrándolos en islas perdidas y engullimos el mapa que conduce hasta ellos, como si fueran un tesoro que ya no nos apetece compartir con nadie.

8/2/12

Citismo

No tengo nada en contra de las citas, al fin y al cabo son un recurso retórico como lo pueden ser la metáfora, la comparación o la sinécdoque, así que no les niego su valor. Son ideales como entradillas para comenzar a tratar de cualquier tema con contundencia; también pueden soltarse aquí y allá, envolviendo el texto en ese aura de refinado elitismo tan apreciado en ensayos y revistas literarias; y, por supuesto, funcionan espléndidamente como floritura de despedida.

Ahora bien, igual que resultaría insoportable un texto que abusase del hipérbaton, cambiando continuamente el orden habitual de los elementos de una frase, también se hace cuesta arriba el que está plagado de citas. Llega un punto en que éstas se vuelven contra el texto, y lo devoran como termitas. Si yo lo entiendo: las citas, además de socorridas, sacan un brillo especial a nuestra vanidad, dejando claro al lector lo mucho y bien que hemos leído, pero, muchachos, hay que saber contenerse.

En el colmo del citismo, me las he visto con escritores que citan en un artículo a un escritor que a su vez citó a otro (prefiero no mencionar nombres, no vaya a ser que terminemos perdiéndonos en un laberinto de espejos). O sea, que ya no sólo se cita al autor, sino también al que lo ha citado antes que tú. Como si ser un pescador profesional de citas tuviera ya en sí un gran mérito. Si nos ponemos así, esto de leer se nos va a complicar mucho. Podría haber utilizado la cita que le interesaba y punto, pero claro, hubiera perdido la oportunidad de ejercer de buen camarada nombrando a su estimado colega, y hubiera negado a la Literatura la llegada de una nueva figura literaria: la metacita.

En fin, como dijo Nosek Yenn: "Las citas, sólo con chicas monas".

6/2/12

Familias pasajeras

Siempre hay quien, durante cualquier discusión absurda en una reunión familiar, se abstrae unos segundos para reafirmarse en la convicción de que a los amigos los elegimos porque nos caen bien, y la familia es algo que más bien nos cae encima. Es lo que hay. Son las lentejas que nos acompañarán toda nuestra vida. Sólo que hay pocas posibilidades de dejarlas, porque si lo intentamos, antes o después, ellas acaban por encontrarnos. Por otro lado, está el consuelo de que tampoco se pueden ir añadiendo miembros al clan alegremente, así que ya nos conocemos todos los caras y sabemos de qué pie cojea cada uno. Y en eso andamos ufanos cuando, de pronto, es nuestra salud la que cojea, y nos descubrimos en una habitación con alguien que viene a ser como familia, pero peor: el compañero de hospital.

No puedo evitar pensar en ello cuando llego a la habitación indicada y me encuentro, sentados codo con codo en sendos sillones,
a mi suegro y a su compañero, ambos en pijama. Si alguna vez se cruzaron en la panadería o en una parada de autobús , no creo que ninguno imaginase ni remotamente la posibilidad de ver al señor de enfrente en pijama, y ahora ahí están, como dos hermanos solterones compartiendo un pequeño apartamento.

Al principio procuro no mirar al vecino, le doy la espalda como si no existiera y presto atención a mi enfermo, que para eso he venido. Sin embargo, no es fácil hacerle el vacío a nadie en una habitación de cinco metros cuadrados, y pronto me doy cuenta de que estos dos han renunciado ya a cualquier forma de privacidad, y tanto el uno como el otro entran con soltura y naturalidad en las conversaciones del compañero con sus visitas. De hecho, ante mi sorpresa, es mi suegro quien interrumpe la lectura del periódico de vez en cuando, para sacar de dudas al de al lado y a su mujer, que no tienen claro dónde deben ir a hacerse no sé qué prueba.

Derrumbados los muros de la intimidad, observo al compañero fija y tiernamente, como si se tratase de mi propio abuelo. Parece un peluche con exceso de relleno, tan prieto que están a punto de saltarle las costuras, y sonríe con una perenne afabilidad que hace imposible imaginarle enfadado. Claro que el viejo osito tiene también su lado oscuro, como el de Toy Story 3: el otro día le hizo tragarse a mi suegro toda la programación de Tele 5. En parte es comprensible que, por una cuestión de coherencia, quisiera ver programas del corazón; al fin y al cabo, se encuentran en la planta de cardiología, pero mi pobre suegro, que aún no tenía confianza como para pedirle que cambiara de canal, no hacía más que rezar para que se le acabasen las monedas o que, de una vez por todas, apareciese un médico y le diera el alta a cualquiera de los dos.