16/9/15

La vidente


-Yo veo un renacer, eso sí que lo veo.

-¿Un renacer?

-Sí, sí. Ahora mismo tenéis los dos un sentimiento muy bonito         .

-Sí, la verdad es que estamos muy a gusto, pero claro…¿Tú ves que volvamos a estar juntos pronto?

-¿Pronto? Bueno, es que las cosas de la vida tienen sus tiempos, ¿sabes?

-Ya, sí, claro. O sea, nosotros estamos muy bien, pero no sé qué piensas tú, ¿ves una fecha de regreso?

-¿Una fecha? A ver, te lo puedo mirar más o menos. Inmediato no va a ser, porque sí que veo un impedimento muy grande, que es la otra persona.

-Claro, la otra persona lo frena, ¿no?

-Sí, sí, lo está frenando. Pero eso tú te lo imaginabas, ¿no?

-Sí, claro, yo sé que esta persona pues tiene una tía y una prima, pero que en general no se ven, o sea que está más sola que la una, y claro, yo creo que él no la quiere dejar así de cualquier manera.

-Efectivamente. Mira, él es un caballero, y no la va a dejar hasta no estar seguro de que ella puede seguir su vida, ¿entiendes?

-Claro, ya. Además como no gana mucho, y se le va todo en el alquiler…

-Mira, tú eso ya lo intuyes, que él es muy generoso y no la va a dejar sola para que luego no pueda ni mantener su casa.

-Sí, ya me imagino que eso lo detiene. Y además, como creo que tiene algo de salud…

-Sí, sí, aquí veo que ella de salud no está bien. Algo en las piernas, un problema de movilidad.

-Ya, pero ¿ves una fecha de regreso?

-A ver… Mira: este año no lo veo.

-¿No? ¿Ni siquiera para finales?

-No, no. Este año ya no.

-Vaya. ¿Y ves si van a hacer el viaje? Es que creo que planean un viaje por Aragón, y no sé si lo van a hacer. El año pasado no lo hicieron, al final.

-Sí, parece que sí. Sí que veo un viaje, sí. Dos personas que se desplazan.

-Lo que pasa es que me extraña, porque en teoría van a la casa del pueblo de la familia, y como el padre de ella ya murió y no se lleva muy bien con la tía y la prima…

-Mira, el viaje es por un tema de herencia.

-¿De herencia?

-Sí, sí. Aquí me sale el fallecimiento de un hombre, y que hay en juego una vivienda y unas tierras.

-Ah, pues igual es por el padre, que murió hace poco. Pues eso nos ayudaría, porque claro, a él creo que le frena el saber que ella no puede mantenerse sola, como cobra seiscientos euros de pensión… Si ahora hereda algo, quizá él volvería antes, ¿no?

-Sí que os ayudaría, sí.

-¿Y qué fecha te sale entonces de vuelta?

-A ver, pues unos dieciocho meses.

-Uy.

-A ver, puede ser antes, pero ya ves que hay muchas cosas que lo atan, ahora mismo.

-Ya, ya, ya te entiendo. Lo que pasa es que como él tiene setenta y ocho años, pues claro, me da miedo que le pase algo, y que no lleguemos a estar juntos.

-A ver, yo creo que tienes que ser paciente, que él volverá. Porque además es que ella está fatal de salud. Veo las piernas muy pero que muy mal. Tiene un problema de movilidad muy grande.

-Pero no será cáncer, ¿no? Porque sé que tuvo cáncer.

-No, no es cáncer. Vamos, sí que tuvo, pero de momento está superado. De momento. Ahora lo que tiene mal son los huesos de las piernas. Y es degenerativo, además.

-Oye, pero no será que me estás viendo a mí, ¿no? Porque es que yo estoy mal de las piernas.

-No, no. Es ella.

-Ah, es que yo nací con polio, y la verdad es que últimamente las tengo fatal, las piernas.

--Ya, ya lo veo en las láminas, pero no, es que ella está mal de verdad.

-¿Y cómo ves su convivencia? Sexo no, ¿no?

-Mira, son como compañeros de piso. Pero eso tú ya lo sabes. Ahí no hay nada. Él está por ti, y está enamorado de ti, pero ahora hay muchos impedimentos y él está intentando pensar y meditar todo muy bien, porque no ve claro qué hacer. Él puede ser muy frío, a veces.

-Sí, sí que es frío a veces. En fin, la verdad es que cuando viene estamos muy bien, y claro, él no me cuenta nada de ella y yo no le pregunto, porque estamos muy a gusto. Nos juntamos con los hijos, y cuando se va nos despedimos por la ventana, y yo todo eso no lo quiero estropear, porque, claro, las veces que le he preguntado por el futuro, él se pone muy nervioso.

-Es que él también lo está pasando muy mal, ¿sabes? Mira, las láminas te recomiendan que seas feliz y vivas el momento.

-Ya. Rezaré y esperaré. ¿Y me puedes mirar si haré al final el viaje este con mi amiga?

-Yo te veo a ti muy inquieta con el viaje, ¿no?

-Sí, sí que estoy muy inquieta. Es un viaje con una amiga, y yo, con las piernas tal y como las tengo, no sé, me da miedo ser una carga para ella.

-Ella es…

-Es mulata.

-Sí, eso te iba a decir, que me sale que es de otro país.

-Sí, es dominicana.

-A ver, yo el viaje lo veo muy en el aire.

-¿Sí? O sea que no lo hacemos.

-Cien por cien seguro, no.

-¿Pero porque crees que va a salir algo mal?

-Sí. Algún tipo de percance, o un accidente, quizá una caída.

-¿Mía?

-No, no, de ella.

-¡Adiós! Pues sí se cae ella, ya me dirás qué hago yo.

-Claro, por eso te digo, que es un viaje que quizá no te conviene.

-Pero no porque ella tenga mala intención ni quiera aprovecharse ni nada, ¿no? Es que hace un rato hablé con mi hija y al final te deja un poco triste, cómo lo ve ella todo.

- A ver, yo a ella no la veo mala, lo que se dice mala, otra cosa es que las circunstancias la empujen a hacer algo. Pero vamos, vosotras habladlo bien y tranquilamente, porque te veo con miedo.

-Sí, es el miedo de salir. Yo es que nunca salí sin mi marido en toda mi vida. Y ahora con sesenta y ocho años… En fin. ¿Y cómo ves a mi madre? Es que está muy mayor y sufre de insuficiencia cardíaca.

-Sí, sí, del corazón, ¿no?

-Sí, exacto.

-A ver, yo veo que este verano va a mejorar.

-¿Mejorar?

-Bueno, no me he expresado bien. No va a empeorar, ¿sabes lo que te digo?

-Claro, ya te entiendo, que se mantendrá estable, ¿no?

-Sí, sí, eso es. No va a ir a peor, ¿entiendes? Al menos, de momento. Y además a ella le gusta el verano.

-Bueno, supongo que sí, lo que pasa es que últimamente está haciendo un calor que no es normal, un calor horroroso.

-Tú no te preocupes, porque la temperatura va a bajar, y las noches serán más frescas.

10/9/15

Banderas

Esta historia tiene lugar en un edificio, un bloque de viviendas en el que habitan personas, familias, de muy diversa procedencia. Cada uno de esos individuos tiene, naturalmente, su trabajo, sus rutinas, sus sueños, sus manías, sus traumas y su pasado, pero bastará con que imaginen su balcón. En realidad, en esta historia solo se ve, como quien dice, la fachada del edificio. Aunque quizá no se trate de una historia, después de todo. Más de uno no dudaría en considerarlo un chiste.

Un catalán, tras comprobar que está seca, retira la ropa tendida y cuelga en su lugar una senyera (imposible determinar si por convicción o porque acaba de sacarla de la lavadora).

Un patriota español (o simplemente hincha de la Roja, poco importa) cuelga una bandera española en su ventana.

Un segundo catalán (no confundir con el primero) cuelga una estelada en su ventana.

Un independentista extremeño (el único del que se tiene noticia) cuelga la bandera de su tierra prometida en la ventana mientras tararea “Verde, blanco y negro son los colores extremeños, verde, blanco y negro son los colores que yo quiero”.

El inquilino del ático, un alemán, despliega la rotunda y perfectamente planchada bandera alemana, cubriendo en parte, hay que decirlo, la bandera española del vecino de abajo, de manera que ambas parecen formar una única bandera con franjas horizontales de color negro, amarillo, rojo, amarillo y rojo, y que para cualquier observador casual resultará, cuando menos, desconcertante.

Un tercer catalán, completamente distinto de los otros dos, cuelga en su balcón una bandera exactamente idéntica a la del segundo catalán.

Un marroquí exhibe la bandera de Marruecos anudándola como buenamente puede a las rejas de su ventana. El marroquí vive en un semisótano tan hundido en la calle que su bandera es pisoteada por todo aquel que entra o sale del portal, salvo por el tercer catalán, que al ver la estrella marroquí, tan parecida a la de su estelada, siente en la piel burbujitas de cava brut nature.

Por supuesto, todos los vecinos, sin excepción, compraron sus respectivas banderas en un chino.

http://instruccionespararevoluciones.tumblr.com/post/128765684813/banderas 

25/8/15

Transnacionalidad


Me llamo Nikolaos y vivo en Heraclión, la capital de Creta. Mis padres son griegos. Y los padres de mis padres. Y los abuelos de mis abuelos. Las raíces de mi árbol genealógico son lombrices pálidas enterradas en la noche de los tiempos de este país, de esta cultura, de esta civilización. No me sorprendería lo más mínimo que me dijeran que un antepasado mío vio a Teseo adentrarse en el laberinto del Minotauro, o que fue testigo de la caída de Ícaro, agitando desquiciado sus alas de cera derretidas. Pero por lo que a mí respecta, Minos y Midas, Teseo y Perseo, el Pelida Aquiles de pies ligeros y el astuto Odiseo, rico en ardides, todas esas criaturas mitad hombre mitad animal (ridículas al completo), los millares de cóncavas naves avanzando hacia la sagrada Ilión, de altos muros, toda esa tropa de dioses y semidioses viciosos, envidiosos, asesinos, violadores y zoófilos, todos sin excepción, digo, pueden meterse el puñetero caballo de Troya (con el Averno y el jodido monte Olimpo en su interior) por el puto culo.

Perdonen que me sulfure. Son ya muchos años, demasiados, tragando sin rechistar bloques y más bloques de mármol. Si me pusiera ahora mismo a cagar, saldría una estatua.

Ya, ya veo sus miradas. No me juzguen a la ligera, por favor, no sean severos conmigo. O bueno, hagan lo que quieran, meneen la cabeza, rásguense las vestiduras, insúltenme, exclúyanme, condénenme, les aseguro que no serán los primeros en hacerlo. Comprendo que, visto desde fuera, todo es muy simple. Ustedes me miran y ven a un hombre moreno no muy alto, con los ojos negros y los brazos peludos. Un hombre que se afeita dos veces al día desde la clavícula hasta los ojos, y cuyo ondulante perfil parece copiado de una moneda expuesta en el Museo Arqueológico. Ustedes ven, en definitiva, a un griego. Y cuando me oyen hablar de este modo, inmediatamente piensan: este griego es un traidor.

Pero, ¿y si el traidor no soy yo, y si el traidor es este cuerpo, que me encierra en una etnia, en una cultura, en una nacionalidad que no es la mía? Quizá les cueste aceptarlo de entrada, pero lo cierto, señores míos, es que en realidad yo soy alemán. Me siento alemán. Con toda mi alma. Un alemán frío, reflexivo y cuadriculado. Un alemán cívico, eficiente y trabajador. Un alemán de gustos austeros y, admitámoslo, un tanto avaro. Un alemán, en suma, de pura cepa y como Dios manda, atrapado en el cuerpo de un griego. Y todo por culpa de un desajuste, todo por nacer en Grecia en el seno de una familia griega. Nada más que biología y azar. ¿Son capaces ahora de entrever aunque sea mínimamente el carácter terrible de mi tragedia? ¿Se imaginan el grado de culpa, frustración y humillación que me he visto obligado a soportar a lo largo de mi existencia?

No, no creo que entiendan qué se siente al perder la infancia de logopeda en logopeda porque los padres de uno, de mentalidad muy tradicional, desean borrar cuanto antes ese extraño acento, claramente bávaro, para evitar hacerse preguntas incómodas.

No saben lo que es salir corriendo del colegio, hambriento de Bratwurst y Kartoffelsalat, y tener que enfrentarse entre arcadas a una ensalada de pepino y una titánica bandeja de musaka, mientras su madre llora en el baño.

Ustedes no imaginan siquiera la vergüenza cotidiana, la vida subterránea, forzada a la clandestinidad, tener que ocultar los CD de Wagner y Kraftwerk en las carátulas de los grandes éxitos de Nana Mouskouri, o asistir a una exaltada clase de filosofía presocrática mientras uno fantasea con citas de Nietzsche, Kant y Schopenhauer.

Nunca llegarán a comprender el dolor que producen las miradas de reojo, los cuchicheos a la espalda, cuando uno obtiene matrícula de honor en sus estudios de ingeniería, cuando al día siguiente ya tiene un empleo cuyos objetivos trimestrales y horario laboral cumple a rajatabla.

A ustedes nadie les insulta o les compadece por empeñarse en solicitar la factura de cualquier reparación sin importancia que pueda requerir su adorado Volkswagen.

Ustedes… Ustedes qué sabrán.

Mi padre está jubilado y sigue realizando trabajos de fontanería que, por supuesto, cobra en negro. Mi madre guarda los billetes enrollados con una goma en un tarro de aceitunas. Mis tres hermanos están en paro, y en lugar de buscar trabajo se dedican a rezar para tener un accidente, para que se les perfore un tímpano o se les desgasten los ligamentos, y así poder cobrar ayudas por su minusvalía. Disfrutan navegando, discutiendo a gritos y fumando en lugares en los que está prohibido. Lo más triste del asunto es que nos gustaría querernos y no logramos más que aborrecernos. 

Cuando ayer arremetieron contra la Merkel y la selección alemana de fútbol ya no pude soportarlo y les dije todo lo que sentía. Les conté que, por dentro, mis ojos son azules como el lago König, en cuyas aguas se hunde el reflejo de los Alpes nevados. Les hablé de Sigfriedo, del erótico perfume de los abetos, entre los que es tan fácil imaginar a elfos albinos y terribles nibelungos. Les hablé del toque de Lubitsch, del virtuosismo de Goethe, de la lucidez de Günter Grass, del delirante torrente wagneriano, del profundo placer que proporcionan el orden y la planificación, del Bretzel, el chucrut y el Apfelstrüdel, sabores para los que siempre estuvo predispuesto mi paladar. Les hablé de la espumosa camaradería del Oktoberfest, de la visión omnipresente de unas trenzas rubias sobre un busto blando y generoso como bolsas de harina. Les dije que había intentado amar Creta con todas mis fuerzas, pero que solo soñaba con envejecer y retirarme en Mallorca.

Les dije que iba a comenzar la transición para cambiarme de nacionalidad. Que muchos se conforman con el papeleo y mudarse a otro país, pero que yo prefiero someterme a la transformación completa, y mostrarme al mundo tal y como siempre me he sentido: alto, rubio y con los ojos azules.

Les dije todo eso y acabamos llorando. Ellos, por una mezcla de rabia y alivio, tristeza y compasión. Yo, porque conservo aún los lacrimales helenos, algo que, naturalmente, la cirugía se encargará de corregir. 

Así que aquí se despide de ustedes Nikolaos. Desde hoy, pueden llamarme Klaus.

http://instruccionespararevoluciones.tumblr.com/post/127552166223/transnacionalidad 

20/8/15

Corrientes frías, corrientes cálidas


En la costa sur de São Miguel, la isla más grande del archipiélago de las Azores, se encuentra Ferraria, un lugar en el que se produce un fenómeno fuera de lo común: las frías corrientes del océano se mezclan con las aguas termales que brotan de las entrañas volcánicas de la isla. Ferraria es además un lugar de singular belleza, un manto crispado de rocas negras, ríos de lava seca hundiéndose en el mar azul. Contemplar el lento atardecer mecido por las corrientes frías y cálidas que parecen competir por abrazar nuestro cuerpo puede resultar una experiencia mística. Creo que lo he dicho claro: puede.

Al llegar a la zona de vestuarios habilitados al aire libre, me sorprendieron las hileras de gente que hormigueaban por la pasarela de madera en un sentido y en otro, pero en seguida la lógica (tan ciega a veces) me llevó a la conclusión de que la piscina natural debía ser enorme o de que debían ser en realidad varias. Sin embargo, una sombra de sospecha eclipsó por un instante la dureza inclemente del sol, pues recuerdo que nos pusimos el bañador y encremamos a los niños con algo que podríamos calificar de agitada inquietud, una sensación que me asalta a menudo al embolsar la compra en la caja del supermercado, no importa que lo haga cada vez más rápido, sin prestar ya atención a si pongo los huevos junto a las latas de conservas, a pesar de mi taquicárdica precipitación, nunca me da tiempo a terminar antes de que la cajera empiece a pasar por el lector la compra del siguiente cliente.

Seguimos, pues, la pasarela cada vez más temerosos, pero sin posibilidad de volver atrás, como artículos sobre la cinta negra. Al final se hallaba la supuesta piscina, una poza que las olas habían ganado a la costa rocosa con infatigable paciencia y tenacidad, qué duda cabe, pero sin la rotundidad que hubiera permitido a todos los presentes bañarse a sus anchas. En el interior de la poza bullía una enmarañada amalgama de cuerpos semidesnudos. Mi primer pensamiento fue que se había producido un naufragio, quizá el de un crucero, aunque al mismo tiempo me desconcertaba que los náufragos se mostraran tan ufanos de que la nave se hubiera ido a pique. Pese a todo, seguimos avanzando decididos a sumarnos a esa sopa de humanos. Solo había que ir sorteando las criaturas brillantes y sonrosadas que parecían agonizar sobre el roquedal como una plaga de medusas arrastradas hasta allí por el oleaje. Mi mujer se alejó ágilmente con Mario de la mano. Yo traté de seguirla con mi adorable hija Alicia, de dos años y quince quilos de peso, caminando con cara de faquir sobre las rocas afiladas como cuchillas, algo que sé sencillamente porque unos minutos antes había considerado completamente innecesario llevar ningún tipo de calzado.

Los dos metros de escalera metálica que había que recorrer para descender a la poza me resultaron intimidatorios, lo confieso. Me bastó contemplarla un segundo para desplegar en mi imaginación un abanico bien surtido de muertes ridículas y estrepitosas. Descarté, por tanto, el descenso con una niña en brazos y una sola mano libre embadurnada en crema solar. Tampoco me sedujo la opción de saltar directamente confiando en que las letales rocas submarinas se apartaran espantadas por mi zambullida. Opté por lo más sensato: pasear de nuevo las maltrechas plantas de mis pies a lo largo y ancho de aquel campo de cuchillas naturales en busca de un acceso más seguro. Se hallaba, por supuesto, en el otro extremo de la piscina. Cuando por fin me metí en el agua, me vi obligado a hacerlo arrastrándome de culo, como una especie de cangrejo discapacitado. Y no, no pierdan de vista en su imagen mental a la adorable niña de quince quilos que me estrujaba el cuello divertida por el modo en que mi cara se hinchaba y cambiaba de color.

Me tranquilizó por un momento la constatación de que hacía pie, no tanto la de descubrir que en esa zona el agua estaba prácticamente hirviendo. En lugar de gritar, consideré más civilizado comenzar a sudar con profusión mientras maldecía a todos los miembros de mi árbol genealógico. Tras recuperar la visión, vi que me hallaba en medio de un corro de adolescentes en plena efervescencia hormonal que reían, gritaban y buscaban cualquier pretexto para tocarse unos a otros. Pensé que probablemente las altas temperaturas se debían en realidad a ellos y no a la brecha entre dos placas tectónicas, y entonces descubrí para qué servían las sogas que cruzaban la piscina de lado a lado. Cada cierto lapso de tiempo, las olas acumulaban la fuerza suficiente como para llegar hasta el final de la poza. Cuando eso sucedía, las cuerdas eran lo único capaz de salvar a los bañistas de morir estrellados contra las rocas. Y había además algo peor que las olas en sí: su retroceso. Ejecuté un inédito paso de baile, trastabillando varias veces hacia adelante y hacia atrás, sin llegar a caer del todo, algo que por otra parte tiene su mérito, ya que el fondo estaba cubierto de una resbaladiza pelusa marina. Mi hija reía a carcajadas.

Finalmente, logré aferrarme a la cuerda, y mi ansiedad disminuyó dos o tres puntos. El mar nos mecía de manera que a veces, además de mi hija, tenía en brazos a un anciano con varices o a una pareja de adolescentes dándose el lote. Cerré los ojos con fuerza y me concentré en enviar un mensaje de SOS usando la soga a modo de cable de telecomunicaciones. En lo alto de un lejano risco, se giró de pronto mi mujer. Diría que en su mirada centelleó una profunda compasión. Mientras ella acudía en mi rescate brincando entre cuerpos y apartaba a unas señoras con vocación de cetáceo que habían quedado varadas en el acceso más próximo a mí, perpetré mi modesta venganza frente a tanto horror: hice mi aportación personal a las pendulares corrientes cálidas, cogimos a los críos y nos largamos de allí.






25/6/15

La lista del odio

Llego tarde, así que acelero el paso. Mientras adelanto a una señora de mediana edad y un joven de unos veinte años, probablemente madre e hijo, el chico dice con toda naturalidad:

-Yo creo que el que más te odia de la familia…

Me paro en seco. Robar conversaciones viene a ser como robar carteras. Hay que ser discreto, volverse invisible. Finjo consultar el móvil. Cuando me sobrepasan, me cuelo en su estela, y me aproximo a ellos sigiloso como una culebra. El hijo continúa:

 -El que más te odia, el primero de la lista es…

-La abuela Ana-, termina la mujer.

-No, no. La tía Gema, ella es la que más te odia. 

-Ah -musita la madre.

-Después, sí, la abuela Ana, que te odia también bastante. El que menos te odia es probablemente papá.

-Pues no sé qué le he hecho yo a la tía Gema para que me odie tanto.

-Pues sí que te odia, sí, te odia un montón.

-Y la abuela Ana desde el principio, además.

Me detengo. Ellos prosiguen en silencio. A pesar del sol en su vestido blanco, la madre se apaga. El hijo lleva pantalones cortos, y camina con los gruesos muslos muy juntos. Su imagen resulta desoladora. Sin darse cuenta siquiera, han sido desvalijados.

23/6/15

El tapicero

A las cuatro de la tarde, con el sol a punto de aplastar la ciudad, solo un individuo ha reunido el valor suficiente para alejarse del umbrío parapeto de su hogar y recorrer en coche las ondulantes calles del barrio. El tapiceroooo, grita desde el sistema de megafonía, el tapicerooooooooo, sillas, sillones, cabeceros, lo tapizamos todo, señora. Y mientras escucho su voz robótica, creo poder señalar con precisión el momento en que a este buen hombre se le derrite el cerebro, es exactamente cuando dice: señoras, señores, lo tapizamos absolutamente todo, y si tienen un amigo gilipollas y que encima les debe 50 euros, pues también se lo tapizamos.

19/6/15

Crónica de una empanada


Nada más salir del coche percibo algo extraño en el ambiente de la calle, pero no logro precisar de qué se trata. No son esos cuatro bloques de edificios cubiertos de pintadas y de ropa tendida con aspecto de brillar en la oscuridad. Tampoco son los cochecitos de bebé que proliferan junto a los portales. Ni, por supuesto, ese adolescente barrigón que sale de su casa tan a prisa que olvidó ponerse la camiseta. No es nada de eso, pero por un momento creo comprender cómo se sienten los animales cuando se avecina una catástrofe.

Entro en el local, cojo número y espero pacientemente mi turno mientras hojeo un libro. Resultan chocantes las reflexiones sobre literatura fantástica de Julio Cortázar en un obrador. O quizá no. Quizá en eso consiste la magia y el misterio que buscó durante años en sus paseos callejeros. Cuando por fin me atienden, me informan de que hay una mala noticia: dos de las empanadas que tenía encargadas tardarán aún unos quince o veinte minutos en salir. Dudo entre meterme en un bar o seguir leyendo de pie en la calle, apoyado en la pared. Opto por lo segundo, pero no llego a abrir el libro. Se oyen unos gritos. Son gritos de mujeres, de ira, de rabia, de dolor, todos algo teatralizados. Provienen del final de la calle de Los Olivos, el último lugar en el que uno imaginaría una representación teatral. Más que sucios, más que descuidados, más que cochambrosos, los cuatro bloques de la colonia de Los Olivos producen una ominosa sensación de provisionalidad eternizada, como si se tratase de un campo de refugiados, o como si no fuesen auténticos edificios, sino enormes carretas que sus propietarios arrastran consigo por los caminos del mundo.

De pronto, una vibración recorre la calzada y las fachadas, y se abalanza sobre mí como una ola invisible. Por corte aparecen cuatro o cinco personas pegándose en mitad de la calle (digo por corte porque curiosamente yo no los he visto salir, ni insultarse, ni empujarse levemente, envalentonándose poco a poco, la realidad ha hecho una elipsis y esa gente se ha materializado ahí zurrándose de lo lindo). Uno de ellos lleva un palo de escoba. En unos segundos, la pelea pasa a ser un remolino en el suelo, del que emerge de tanto en tanto la larga vara de madera. A mi lado ya se ha formado un grupo de curiosos. Otros se asoman a los balcones. Se pelean entre ellos, dice un señor a otro, al final se pelean entre ellos. Como no tienen otra cosa qué hacer, pues la lían. Dos chinas intercambian los comentarios más lúcidos e ingeniosos, de los que, por supuesto, no entiendo ni papa. Las chinas ríen y hablan sin dejar de mirar hacia delante. Les falta comer pipas. Varias mujeres increpan y dan empujones al joven de la vara, quien finalmente huye encorvado como un galgo y desaparece. Cada vez hay más gente a mi alrededor. Quizá debería llamar a la policía, pienso. Alguien pasa corriendo junto a mí armado con un bastón de madera. Es un joven en bañador, un bañador, hay que decirlo, demasiado ajustado, que le impide correr con normalidad. Frotando sus muslos, el joven se dirige al epicentro del conflicto.

Se oyen unas sirenas. Según el señor de al lado, algo melodramático, seguro que es una ambulancia, pero no, se trata de un coche de la policía nacional, que se introduce en el callejón casi derrapando, y que, por cierto, es recibido con una pedrada. Unos segundos después, acuden dos patrullas de los municipales. Los espectadores cambian de posición lo justo para nos ser atropellados por las Fuerzas de Seguridad del Estado. Enseguida llegan otros dos de la policía. Tres. Dos motoristas de la nacional. Otros dos municipales. Por supuesto, todos aparcan en el meollo de la acción, aparentemente siguiendo un protocolo que tiene como fin bloquear su propia salida y restarles el máximo margen de maniobra posible. Solo faltan los hombres de Harrelson, dice alguien. Hay tantos agentes como espectadores.

De la pelea nada se sabe ya, ni a nadie parece interesarle lo más mínimo. El espectáculo es ahora la policía. Se forman grupitos de agentes. Al principio, cada uno con los de su cuerpo, pero a medida que pasa el tiempo comienzan a surgir corrillos mixtos. Parece la hora del recreo. Uno de los nacionales es una chica. El uniforme resulta sexy en una chica. Me pregunto si habrá tenido problemas con sus compañeros. Su superior habla por teléfono, trata de justificar su presencia ahí y expresa su disgusto por los problemas de coordinación y competencia que se han planteado. Abundan las miradas socarronas, como si todos se supieran extras de una película que dirige desde las alturas el mismísimo Berlanga.

Paulatinamente se calman los ánimos. Una anciana habla distendidamente con un agente. Sospecho que no es la primera vez que se ven. En la otra esquina, varios policías interrogan al joven delgado y con el pecho hundido que antes enarbolaba la vara. Quizá el novio de alguna de las implicadas. Qué gentuza, dice una mujer delgadísima. Si no es una yonky, es una ex yonky. Es horrible, dice, esto es horrible. Lo repite una y otra vez. Le faltan algunas piezas dentales. Una gitana rubia natural (no tenemos por qué dudarlo) se transforma en una bestia al ver a una chica saliendo del portal del fondo.  De inmediato se pone a correr hacia ella sorteando policías y le cruza la cara con un bofetón cuyo restallido hace que una bandada de palomas alce el vuelo en el Parque del Retiro. Te voy a matar, grita desde el fondo de sus entrañas mientras le planta otra galleta. Los veinticuatro agentes parecen sacados del museo de cera. Finalmente, dos de ellos se llevan a rastras a la rubia, que continúa gritando que le ha pegado, que está harta, que ha sangrado por la nariz y por la boca, pero me es imposible determinar si se refiere a ella misma o a una amiga o a una pariente, ni quién comenzó la jarana. Me desconcierta comprobar que cuanta más información tengo, menos entiendo qué demonios ha pasado. La rubia no se tranquiliza, diría que en parte porque quiere impresionar a los vecinos del barrio. Los agentes la acompañan a una calle paralela y ya no vuelvo a verla más.

De pronto capta mi atención uno de los espectadores, un gitano vestido con un conjunto difícil de definir, digamos que es una combinación a caballo entre el traje de baño y el pijama. Es un conjunto dos piezas que consiste en una camiseta de tirantes y un pantalón corto, todo confeccionado con un estampado de flora selvática. El tejido, por supuesto, es satinado. Parece un voyeur más, pero resulta tener algún vínculo con los implicados, porque se acerca a hablar con el chico flaco de la vara, y pasa el rato bromeando con los polis. La ex yonky (concedámosle eso) habla con una vecina. Ah, esa es la madre, pues no la había reconocido. Sí, es ella, es que ha engordado mucho. El otro día me la encontré. De tanto en tanto, aparecen en escena hombres cargados con bolsas de empanadas, que van acomodando en el maletero sin perder detalle. Una gitana obesa, o al menos de brazos increíblemente obesos, da lecciones morales al flaco. Parece decirle que era una cosa entre mujeres y que no debía meterse. Abuela, abuela, sube pa casa, grita un muchacho. Es el niño que vi sin camiseta al aparcar. Ahora va vestido, y aparta receloso a la anciana del agente con el que no ha dejado de hablar en todo el tiempo.

El ambiente se relaja. Y entonces una chica con mallas rosas que empuja un carrito de bebé, parece encaramarse en él para gritar chupapooooollas,  y sigue su camino mientras el auditorio escucha chupapollas, chupapollas, chupapollas, cada vez más bajito. La mayoría de los agentes se suben a sus coches mientras otros les dan indicaciones para salir de ese atolladero sin necesidad de firmar ningún parte. Esto es horrible, terrible, espantoso. Yo me voy, parece decirme a mí la ex yonky, como recriminándome que sea capaz de quedarme a presenciar ese horror un segundo más que ella. Una señora me toca entonces el hombro con gesto de preocupación. ¿Estaba usted esperando unas empanadas?

9/6/15

Roberto Bolaño, David Foster Wallace. Algunas notas.

Para empezar, está la cuestión de qué ponemos en medio:

Bolaño y Foster Wallace. Como si fueran amigos, que no lo eran. O miembros de una misma generación, de un mismo ejército o de un mismo club, que tampoco.


Bolaño o Foster Wallace. Como si fueran dos caras de una misma moneda y estuviéramos obligados a elegir. ¿Se imaginan lanzar al aire un libro que por un lado fuese 2666 y por el otro La broma infinita?


Bolaño contra Foster Wallace. Como si representaran posturas enfrentadas y entre ellos solo pudiese existir una lucha (lucha que, por otra parte, solo podría ganar el lector).


Yo opté por unirles con una coma, más ambigua, más aséptica. Puede significar todo eso. O nada de lo anterior.


Foster Wallace es el producto más refinado de la élite académica americana. Se crió entre eruditos, bajo la imponente bóveda de los pasillos de la universidad. De ahí quizá su agorafobia. Su padre era doctor en Filosofía.


Bolaño se formó a la intemperie, entre libros robados y poetas desterrados. Su padre fue camionero y boxeador.

 

Bolaño se consideraba un salvaje, pero contrariamente a lo que cabría esperar, Foster Wallace lo era bastante más, o su salvajismo era distinto. Fue alcohólico, adicto a la marihuana, a la cocaína, al LSD. Sufría constantes crisis de ansiedad y depresiones.

El salvajismo de Bolaño respondía a un apasionado vitalismo. El de Foster Wallace, a una intensa pulsión de muerte, a un marcado instinto de autodestruccción.


La mirada de Foster Wallace era una cámara multilenticular capaz de enfocar el cosmos o el detalle más insignificante con una precisión absoluta. Ese foco rabioso lo dotó de un talento extraordinario para la sátira y para lo grotesco.


Bolaño era más bien una araña, una araña infatigable tejiendo el infinito. Su telaraña posee múltiples capas, o atraviesa múltiples dimensiones. Era el maestro indiscutible de la vaguedad, de lo onírico, lo inefable.


Los dos eran ambiciosos. Todo lo ambicioso que puede ser un escritor.


Los dos poseían una profunda conciencia moral.


Los dos empujaron la literatura hacia adelante sin abandonar nada de lo importante que había detrás.


Los dos murieron de forma prematura. Los dos vivieron y escribieron a contrarreloj bajo la sombra de sendas espadas de Damocles:  una soga que se estrechaba, un hígado que naufragaba.


A los dos les apasionaba el sexo.


Sí, hablemos de sexo, por qué no.


David Foster Wallace es un exhibicionista. Le gusta que miremos mientras se hace una paja monumental. La eyaculación, debemos admitirlo, es espectacular, propia de Moby Dick. Digna de ver.


Roberto Bolaño es un seductor, y mientras nos debatimos entre dejarnos seducir o huir despavoridos, él ya nos ha hecho el amor. Cuando por fin se va,  aún nos tiemblan las piernas.


Foster Wallace abruma. Leerle encoge el escroto al más talentoso escritor.


Bolaño inspira. Tras leerle, hasta el peor escritorzuelo se siente capaz de todo. Es más: me atrevería a decir que no hay lector de Bolaño que no se lance a escribir.


Por supuesto, para tener una vida sexual sana, o una vida sexual a secas, hay que leerlos a los dos.

26/5/15

Las gemelas

Al ir a buscar a mi hijo al colegio, me cruzo a menudo con dos hermanas gemelas de unos doce años. Avanzan decididas,  a paso marcial y con el mentón bien alto. Nunca las he visto sonreír, ni siquiera hablar entre ellas. Resulta tentador imaginar su historia en estos términos: Dos chicas sensibles se entregan confiadas al mundo. El mundo tiene bofetadas y dolor suficientes para las dos. Las dos chicas optan por el aislamiento y el recelo sistemático como método de defensa. El mundo reacciona tratándolas como bichos raros. Las dos chicas sensibles se convierten en dos chicas duras.

A veces me miran de reojo sin detenerse. Parece una mirada de advertencia.

Algo me dice que van siempre en la misma posición, una siempre a la derecha y la otra siempre a la izquierda.

11/3/15

3/3/15

9/2/15