30/5/12

Uno de esos

Si uno recorría este fin de semana la Feria del Libro de Madrid, desfilaban ante sus ojos rostros más o menos ilustres, más o menos respetados, o más o menos familiares, como los de Eduardo Galeano, Paul Preston, Fernández Mallo, Lucía Etxebarría, como si pasearse a lo largo de las casetas fuera una especie de zapping literario; y de pronto aparecía una cara que desentonaba, una cara que podría ser la de cualquiera, una cara que a nadie se le ocurriría meter en el mismo saco que las de esos literatos que regalaban firmas con la alegre filantropía con que los Reyes Magos reparten caramelos.

Ajeno a este hecho, yo posaba contento en mi caseta, hasta que un amigo me contó que había sido  testigo de la extrañeza de un par de visitantes al encontrarse con mi cara en un cartel, y repetida justo debajo en carne y hueso.

–¿Alan Grané? ¿Y ese quién coño es? –preguntó uno al borde de la indignación, imaginando tal vez que mi presencia respondía a algún tipo de negligencia.

–Bah –respondió el otro bufando–, seguro que es uno de esos listillos.

23/5/12

Intimidad

Crecer es también una batalla por la intimidad. Una lucha que comienza a librarse el día en que nacemos, y en la que tenemos que pelear por cada centímetro,  ganar terreno a los demás en nuestra propia piel hasta hacerla realmente nuestra.

Envejecer es ser testimonio de nuestras batallas perdidas, de cómo aquellas fronteras ensanchadas con paciencia geológica se estrechan a nuestro alrededor como un nudo corredizo que termina atrapándonos irremediablemente y dejando nuestro cuerpo a merced del invasor.

22/5/12

Colas

En la glorieta que hay junto a mi casa empiezan y terminan varias líneas de autobús. Ese hecho quizá lleve a preocuparse a más de uno por las largas colas que debo de tener que soportar cada vez que quiero realizar un trayecto en transporte público. Y aunque en efecto es así, no es en absoluto como imaginan. En mi barrio, lejos de los itinerarios habituales de los políticos y empresarios de éxito de la ciudad, y del indiscriminado tiroteo fotográfico de los turistas, han cambiado la cola del autobús por la cola… del autobusero.

Reconocer a los autobuseros en sus minutos de descanso resulta de lo más sencillo: gafas de sol oscuras, camisa azul, pantalones negros, y la chorra en la mano. Al pasar junto a la parada, se debe ir rápido  y dando saltitos si uno no quiere que le salpiquen. Pero salvo por eso y el insoportable hedor a orines en las paredes que se libraron de los graffitis para ser víctimas de un mal mayor, supongo que no puedo quejarme. 

Y si puedo, no me sale. Al menos no con la naturalidad de la joven Z, que viendo cerca de su casa a uno de los señores Smith sopesándose el miembro con la palma de la mano y dibujando un corazón en la acera con su potente meada, se acercó decidida a él, con su carlino en brazos, y le preguntó levantando mucho la barbilla si es que no le daba vergüenza. El autobusero, sin apenas disminuir la potencia del chorro, le contestó que qué quería que hiciera, que si tenía ganas, pues tendría que mear. Y luego, al percatarse de la presencia del perrito, que con su morro aplastado, parecía mostrar también cierta indignación, no dudó en añadir:

–Y, bueno, su perro también se mea en la calle, ¿no?

–¿Y eso es usted, un animal? –y con cada pregunta se acercaba a él un paso– ¿No tiene conciencia? ¿No sabe lo que es un bar? ¿Nadie le enseñó nunca a ir al baño? ¿Acaso va a cuatro patas?

Por lo que cuenta la propia Z, el autobusero huyó sacudiéndose las últimas gotas por el camino, temiendo quizá acabar con una correa al cuello y comiendo galletas de un cuenco.

Yo también terminé cantando las cuarenta, pero opté por la reacción típicamente masculina: quejarme por teléfono. Primero al ayuntamiento, luego a la comunidad, finalmente a no sé qué departamento con el que se cortó la comunicación en el momento clave. Irritado, colgué el teléfono, y el chasquido violento del aparato me hizo tomar conciencia de sopetón de que me estoy haciendo mayor.

El otro día vi de nuevo bajarse del bus al conductor; en esa ocasión, una conductora. Gafas de sol, camisa azul, pantalones negros, y una larga cola de caballo. La seguí con la mirada largo rato, intrigado. ¿Entraría en un bar? ¿Se acuclillaría en el bordillo? ¿O se bajaría la bragueta y enarbolaría orgullosa también ella una buena cola?

16/5/12

Metamorfosis

Les hacemos pasear por el parque para que les dé el sol, les animamos a que echen de comer pan a las palomas, queremos que vayan por la calle, pero no brincando sin ton ni son, sino despacito y a nuestro lado, les ponemos tirantes y calzado cómodo, les damos la comida en bocados minúsculos sin apenas sal, y el día de San Isidro los envolvemos con un chaleco de cuadros o una mantilla y les encasquetamos una parpusa.

¿Por qué nos empeñaremos tanto en convertir a los niños en viejos en miniatura?

14/5/12

La cocina ya está abierta

Mi primer libro ya está servido.

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4/5/12

Paloma

La cabecita sucia hundida entre los omoplatos, el plumaje húmedo, apelmazado. Está muy quieta, acurrucada en mitad de una ancha acera, y no en un rincón, lo que aumenta más si cabe su desamparo. Los pies de los transeúntes la rodean, la esquivan, y puede que el golpeteo de sus zapatos contra el cemento le resulte una suerte de reloj, un reloj de pasos distorsionados que le retumban en sus huesos finos y en sus cámaras de aire anunciándole con frialdad que ya se acerca su fin. Y al verla tan concentrada en sí misma y en su agonía, no puedo evitar la idea de que esa paloma no es tan diferente de un hombre; ni sus vidas ni sus muertes lo son. La familia, el amor, la amistad, la cultura, todo forma parte de una ficción. Es una ficción necesaria, también muchas veces hermosa, pero una ficción al fin y al cabo. Un Matrix con el que intentamos ocultarnos, o al menos posponer, la evidencia  de nuestra trágica, inherente e inconmensurable soledad.