29/4/20

La noche boca arriba

En el sueño estaba tan agotado que me echaba en una cama sin sábanas, el colchón desnudo. Y al dormirme allí, desperté aquí. Seis de la mañana.

23/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x06.

El señor ha oído hablar mucho de la guerra a lo largo de estas semanas. La guerra contra el virus. Las metáforas castrenses producen en el señor el efecto contrario al deseado: no le hacen desfilar, sino justamente ponerse en guardia. Lo cierto es que si hablamos en esos términos, habría que aceptar que de momento el virus va ganando la batalla, que se sigue propagando, sigue matando, y que sus tropas nos tienen acorralados en nuestra propia madriguera. Cada hogar se ha convertido en una pequeña Troya, en un asedio en miniatura, de andar por casa, nunca mejor dicho.

El señor decide rebautizar a su familia con los nombres de la familia real troyana: Su hijo pasa a ser Héctor, domador de caballos. Su hija, la visionaria Casandra. Su mujer, la orgullosa reina Hécuba. Y él,  Príamo, varón igual a un dios. No visten túnica, pero gran parte del día van en pijama. Paris no existe, tampoco Elena, lo que hace preguntarse a Príamo por qué demonios están los aqueos tan cabreados.

Príamo tiene poco trabajo pero dedica largas horas a tareas no remuneradas. Lava platos. Hace comidas. Tiende lavadoras. Fotografía deberes. Graba con sus hijos un cortometraje de aventuras espaciales. Lava deberes. Hace lavadoras. Fotografía comidas. El equilibrio del ecosistema doméstico es más frágil y delicado que las praderas de posidonia.

Un día, se produce un acontecimiento insólito. El grado de desorden es tal que es el mismo Príamo en persona quien propone a su mujer hacer limpieza general. Hécuba colabora sin dejar de mirarle de reojo. Entre eso y lo de las infusiones de apio y limón, no está segura de reconocerlo.

Afuera, a veces llueve y a veces hace sol. Se oyen helicópteros, aplausos, el canto de las sirenas. Príamo mira por la ventana. Vibra en el mundo la primavera, y están completamente rodeados de cagadas de perro. Los días pasan y pesan pequeñas frustraciones, la de no encontrar tiempo y ambiente propicio para escribir más, para dibujar, para tocar. Increíble pero cierto: en plena pandemia y confinamiento generalizado, Príamo anhela un poco más de soledad.  Echa más de menos estar solo que estar con gente. Ciertas llamadas y videollamadas, ciertos mensajes, correos y timbrazos en la puerta le parecen a Príamo una extensión del asedio. Puras intromisiones.

El encierro magnifica la intimidad. Príamo lee sentado en la terraza y se siente violentamente sobresaltado al oír el ruido de un pequeño escarabajo que cae de espaldas. Cuando instantes después le sucede lo mismo con una pluma perdida, opta por meterse en casa.

Dentro, el espectro de lo privado ha ganado nuevos matices. El espacio y el tiempo se vuelven sorprendentemente elásticos y modulables. Príamo hace ejercicio en la habitación de los niños, donde hasta hace unos minutos Hécuba realizaba una videollamada de trabajo, y donde unos segundos después, los príncipes de Troya librarán una batalla de peluches. No resulta extraño ya encontrar al pequeño Héctor haciendo los deberes en el suelo de un pasillo, a Casandra jugando bajo la mesa del ordenador, o a Príamo tocando el piano sentado en el retrete.

Así es la guerra, dirán algunos. Y es posible que lo que muchos están viviendo se le parezca demasiado. Para otros, en cambio, se dice Príamo, esto no pasa de ser una mili. O una prestación sustitutoria. Pero el asedio, eso sí es real.

Príamo no puede evitar preguntarse si recibirán algún regalo envenenado, si un día encontrarán sobre el felpudo de su puerta un gigantesco caballo de madera.

213.000 infectados.
22.157 fallecidos (confirmados).


15/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x05

La pandemia sigue matando con regularidad de funcionario, que diría Camus. Y la muerte empieza a colarse en la vida del señor por debajo de la puerta.

El señor llama a un amigo cuyo tío ha fallecido estos días en una residencia. Allí se cuentan los muertos por decenas, aunque ninguno de ellos pasará a la lista oficial de víctimas del coronavirus. Su amigo le pide que le recomiende un texto para leer en el entierro. Es un entierro relámpago, de manera que debe ser un texto breve. Tras horas de búsqueda en su librería, el señor le aconseja el poema Ítaca, de Kavafis. Llegar allí es tu destino. Mas no apresures nunca el viaje, dice.

El señor llama a un hombre al que aprecia mucho. Tiene casi ochenta años y ha estado ingresado con neumonía. Ahora se encuentra ya en casa, pero aislado de su propia mujer. Espero que pronto podamos saludarnos si nos cruzamos en el pasillo, le dice. El hombre ha optado, como Neo, por desenchufarse del mundo on line, y se pasa los días resolviendo sudokus y mirando por la ventana a los que hacen cola para entrar en el supermercado.

El señor monta un vídeo para animar a una familiar que ha perdido a su madre ¿Cómo denominarlo? ¿Vídeo fúnebre, funerario, de condolencias? En él, todos los allegados muestran a cámara mensajes de apoyo y de cariño. Y está editado para crear la ilusión de que se van pasando unos a otros una flor. La tarea le requiere dos días, pero no le importa, de hecho le emociona profundamente, no solo por su contenido sino porque le hace sentirse útil de verdad. Le parece un gesto valioso. Necesario. Real. A su mujer se le saltan las lágrimas cada vez que lo ve. Y no son pocas. El señor se pregunta si todos esos fotógrafos y realizadores de la BBC (Bodas, Bautizos y Comuniones), encontrarán aquí una nueva vía de negocio.

Por primera vez en meses, el señor se desvela. Por primera vez en años, en lugar de esforzarse por seguir durmiendo, se levanta de un salto. Son las seis y media de la mañana. El día le recibe con 172.000 infectados en España, 18.056 muertos por Covid (confirmados) y la lluvia cayendo a chorros sobre el mundo. Al menos, sobre los trozos de mundo que el señor ve desde la ventana.

6/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x04

La mujer del señor le pide por enésima vez en estas cuatro semanas que se afeite y se corte el pelo. Por qué, dice él. Estarás más guapo, dice ella. Y él señor sigue a lo suyo, ver crecer la hierba en su cara.

El señor piensa en los cambios. No es el único. De hecho, no hay prácticamente nadie que no esté pensando en las transformaciones que supondrá la pandemia. Están los que creen que la sociedad cambiará a mejor. Están los que creen que cambiará a peor. Están los que creen que seguirá igual que siempre. El señor no tiene claro a cuál de las tres corrientes adscribirse. Le inspiran ternura los optimistas, que imaginan un mundo justo y solidario donde el dinero será reemplazado por piruletas de colores, porque recuerda en qué quedó la célebre refundación del capitalismo tras la crisis de 2008. Le inspiran piedad los pesimistas, que fantasean con tal vehemencia con distopías ecofascistas que da la impresión de que secretamente las anhelan (¿son pesimistas o más bien masoquistas?). Es tentador sumarse a los que afirman que en esencia, todo volverá a ser como antes, para bien y para mal. Sin embargo, este es un discurso que parece diseñado más que para posicionarse, para desmarcarse, y rezuma tristeza, pasividad, amargura. Tras meditarlo a fondo (falso, lo medita solo unos segundos), da con una solución, al menos provisional: el mundo no cambiará, ya lo ha hecho. Y no ha sido ni a mejor ni a peor, sino a más surreal.

Eso explicaría los DJ en los balcones, los jabalíes en las calzadas, los viejos con jersey de rombos y casco de astronauta, la policía placando a runners y ciclistas, la pista de patinaje como morgue municipal,  los niños organizados en tribus de salvajes digitales, los trasteros enladrillados con papel higiénico, los funerales por Skype, el trending topic del Dúo Dinámico, los aviones vacíos surcando el cielo. También, un buen número de frases oídas aquí y allá con las que el señor piensa armar un Catálogo de Citas Imprevistas, y que arrancará con estas tres:

"Racionalicemos el miedo", megafonía de Mercadona.

"Es muy importante lavarse las manos", Pedro Sánchez, presidente del gobierno de España.

"El sexo on line, los videochats, la masturbación o el sexting son buenas opciones", diario La Razón.

Definitivamente, el señor desdeña el continuismo,  rechaza la visión de la pandemia como paréntesis, y la del confinamiento como hibernación. La vida no está detenida ni suspendida. ¿O era más vida que esta pasar dos horas en un atasco, comprar sin necesidad y sin ganas, escapar de los hijos, hacerse selfies en un festi? No hay pausa posible. La vida fluye. Y se entrega gustosa al cambio. Envueltos en el capullo de nuestros hogares, la metamorfosis sigue su curso. Y desarrollamos nuevos tics, nuevas aspiraciones, vicios y fantasías impropias, tan inesperadas como un nuevo par de extremidades, unas alas, un caparazón. La pregunta no es ya si después, cuando esto pase, nos reconocerán los demás, sino si nos reconoceremos nosotros. Como cuando al regresar de vacaciones te miras en el espejo y te sorprende lo moreno que estás.

La mujer del señor le pide de nuevo al señor que se afeite y se corte el pelo. Te vas a comer el bigote, le dice. Me lo aparto, dice el señor. Debes de tener la barba llena de virus y bacterias, le dice su mujer. Me la lavo, dice el señor. Porfi, dice su mujer. A cambio de qué, dice él. Ella le promete hacerle caso en todo, darle la razón en todo, ser dulce como la miel. El señor mantiene silencio.
Ella le promete más sexo. El señor se afeita la cabeza al cero.


135.000 contagiados.
13.055 muertos.
2.850 detenciones.
Boris Johnson en la UCI.

3/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x03

El señor acude por la mañana al estanco a imprimir una nueva tanda de fichas escolares para sus hijos, y enseguida le llama la atención ver al estanquero sin guantes de látex. Pero su asombro es aún mayor cuando le ve chuparse los dedos para contar las hojas. El señor se contiene y no dice nada, pero piensa que tal vez la gente empieza a relajarse. Sin embargo, por la tarde se ve obligado a regresar al estanco porque se había olvidado de incluir en el USB otra docena de fichas. Quien le atiende esta vez es el hijo del estanquero, un chaval de quince o veintisiete años (hace tiempo que la brújula de edad del señor anda enloquecida), y este no solo va enfundado en sus guantes, sino que viste una especie de chubasquero de usar y tirar, y porta también una gruesa mascarilla, y el señor medita sobre el asunto y piensa que del mismo modo que hay una generación de nativos digitales, los niños y jóvenes que están ahora viviendo el confinamiento podrían constituir de hecho una generación de nativos víricos o pandémicos o apocalípticos. Una generación no solo perfectamente adaptada a las restricciones de movilidad, sino que además maneja con soltura los sistemas de protección, y que vive el fin del mundo con la más absoluta naturalidad. Lo cual lleva al señor a pensar de pronto en el futuro.

Hubo un tiempo en que toda sitcom americana se marcaba un episodio futurista, uno que mostraba a los personajes veinte o treinta años después, más mayores o directamente hechos unos carcamales. El señor considera que era un recurso ineludible para los guionistas de series con cientos de capítulos: Cosas de casa, El príncipe de Bel Air, Los Simpsons. Y aunque esta serie se encuentra aún en sus albores, el señor imagina cómo sería su vida, la vida de sus hijos, la vida en general, si las medidas actuales se prorrogaran de manera indefinida a lo largo de un par de décadas.

El señor visualiza a sus hijos con veinte años. Su vida social se fundamenta en las videollamadas y las redes sociales. Sus salidas al exterior se limitan a tirar la basura y hacer la compra semanal, dos tareas para las que sorprendentemente nunca faltan ya voluntarios. Una auténtica distopía, como ven. Para ligar, sus hijos se ven obligados a pasear por el ciberespacio informes detallados con su historial clínico y la calidad de sus anticuerpos. Para los jóvenes amantes no hay nada más sensual que sus cuerpos plastificados y embadurnados en gel higienizante.

Las grandes marcas de moda diseñan guantes, gorros,  protectores faciales y para el calzado. Durante una temporada, triunfan las mascarillas digitales, que reproducen en su superficie la expresión de la boca del portador, aunque sus numerosos fallos técnicos provocan numerosos malos entendidos. 

De tanto en tanto, se producen revueltas en las calles, pequeños altercados, que enseguida son sofocadas por unas fuerzas del orden muy celosas de su trabajo, y contempladas desde las alturas por la ciudadanía, una infinidad de gárgolas impertérritas en sus balcones.

Los perros se han convertido en un artículo de lujo. Solo los más poderosos pueden permitirse uno.  Los más preciados son los canes modificados genéticamente para que carezcan de control de los esfínteres, lo que justifica sacarlos a la calle a cualquier hora del día.

El prestigio social se basa exclusivamente en su nivel como espectador. Aquellos que ven más series son mejor valorados. Ver solamente una temporada de una serie de éxito con cinco temporadas te convierte de manera automática en un paria, en alguien que no es de fiar, en alguien a quien ningún banco daría un prestámo, en alguien a quien nadie contrataría. No estar al tanto de las series es un suicidio. Algunos lo cometen. Con el tiempo terminan siendo desterrados. Infectados. Enterrados.

Nadie puede desplazarse más de cien metros. Ni para mudarse. Se extiende una práctica migrante tan original como arriesgada. Familias enteras con deseos de cambiar de barrio o de ciudad, se intercambian sus casas con familias vecinas para ir avanzando poco a poco por el mapa, saltando de casilla en casilla por el tablero de un parchís dantesco.

Los funerales se celebran en streaming. Las condolencias se expresan en emojis. Los más conspiranoicos sospechan que las imágenes del ataúd en la incineradora son siempre las mismas.

Los guantes de plástico y mascarillas abandonadas revolotean por las calles. Allá arriba, el cielo es ancho y azul.

El señor regresa a casa.

118.000 contagiados.
10.935 muertos.