25/4/12

Maletero

El hombre, todo su pelo concentrado en un remolino de rizos engominados en el cogote, cruza la calle y se dirige a su coche. El aspecto deplorable del viejo vehículo me impide pertinaz imaginarlo en circulación. Quizá lo usen como trastero. El hombre introduce una llave en la parte posterior. Naturalmente, no tiene cierre centralizado; y supongo que sus ventanillas se subirán con manivela, eso si es que aún las conserva.  Se abre el maletero, y de pronto salen de su interior dos enormes galgos. Me quedo fascinado viendo cómo extienden hasta el suelo sus larguísimas patas de arácnidos extraterrestres. Se estiran levemente y giran en círculos, visibles solo cuando muestran su perfil, como si fueran siluetas recortadas en una cartulina. El maletero se cierra imitando el sonido de una cacerola de hojalata. La mano gruesa y oscura del hombre sujeta con firmeza la soga que une los cuellos escuálidos de los animales. Los atrae hacia sí y se aleja con una determinación que destila cierto orgullo. Sumido en una vaga confusión, compruebo la fecha en mi iPhone. Falsa alarma: seguimos en 2012.

12/4/12

La dueña

Durante unos meses del año 2000, viví en una residencia para estudiantes en la que, sin embargo, abundaban más los aspirantes a militares profesionales, los provincianos con ganas de triunfar en Madrid, los poetas borrachos y otros personajes bastante desorientados, entre los que me incluyo. Pero de todos los seres extraordinarios de aquella feria, destacaba sin esfuerzo la dueña del hostal, cuyo nombre he enterrado por alguna razón en lo más profundo de mi subconsciente.

Hablaba siempre tranquila, con sus grandes ojos muy abiertos, sin pestañear, impávida como una presentadora del telediario. Fuera de las horas de comidas, cerraba la nevera y los armarios de la cocina con candado. Su repertorio de recetas, bien variado, parecía tener como único punto en común el hecho de que disuadía de repetir incluso al más hambriento. A menudo nos peparaba croquetas, al menos ella las llamaba así. Eran unos bolones empanados tan macizos que teníamos que comer por turnos, porque si ponía una en cada plato, las patas de la mesa terminarían cediendo. En cuanto a lo que ella consideraba bechamel, según recientes estudios, es asombrosamente parecida a la argamasa que utilizaron los ingenieros romanos para erigir su imperio de pedruscones de granito y mármol. Cuando los comensales comenzaban a dispersarse, ella se acercaba con voz dulce y, no sé si con ingenuidad o mala uva, preguntaba: "¿Tienes más hambre?". Si asentías, la respuesta era siempre la misma: "Pues todavía quedan croquetas".

La carne no entraba en esa casa a no ser que fuera de extraperlo. La dueña era más de pescado, como aquel enorme pez gris y de piel áspera que un día nos plantó en la mesa. Tenía los ojos tan grandes e inexpresivos como los de ella. Había que compartirlo entre ocho o diez personas, y ninguna sabía o se atrevía a trinchar ese animal que muy probablemente había pasado sus mejores años en el estanque del Retiro. Creo que ella nos miraba desde el quicio de la puerta, con cierta curiosidad.

Era una mujer muy espiritual, su marido se iba de vez en cuando a sudamérica de misiones, de ahí que no le preocuparan cosas tan mundanas como darnos de comer algo comestible. Bueno, siendo fiel a la verdad, recuerdo un día en que nos dio huevos fritos. Por un momento dudé de si había muerto de inanición y me encontraba ya en el paraíso. Devoré el huevo con tanta voracidad que la dueña temió que me quedara con hambre: "Si tienes más apetito, quedan croquetas", soltó desafiante.

La limpieza tampoco era una de sus prioridades. Con el trasiego de gente, las pelusas y restos de comida iban cambiando de sitio y formaban a menudo curiosos patrones decorativos sobre las viejas baldosas. En cualquier caso, poco importaba que hubiera mugre en el suelo, ya que las ratas y cucarachas se cuidaban muy mucho de entrar en esa casa salvo en casos de necesidad extrema.

Su fachada de dulzura artificiosa e impertérrita se resquebrajaba un poco tan solo con el tema de la lavadora. No soportaba que separáramos la ropa clara de la oscura, que el tambor rodara lleno solo a medias durante horas. La recuerdo dándonos instrucciones al respecto retorciéndose las manos angustiada, y con un tic en un ojo, aunque quizá el tic lo he añadido yo. Había que apretujarlo todo como en un número de contorsionismo textil, y luego teníamos que formar una cadena humana y tirar entre todos para sacar de ahí un calcetín.

Seré franco: no la añoro. Pero hoy algo ha hecho clic en mi cabeza y la he visto de pronto desde una nueva perspectiva. Preferencia por el pescado, ausencia de productos cárnicos, optimización del consumo energético de los electrodomésticos, uso reducido de artículos de limpieza, higiene personal contenida. En mi ignorancia, siempre la consideré avara, tacaña, la reina de las ratas. Y ahora, después de tantos años, solo ahora caigo en la cuenta de que esa señora era en realidad una pionera, una visionaria, una defensora del medioambiente como la copa de un pino.

4/4/12

Negocio familiar

Sean, James, Dhani y Jason. Puede que esos nombres no le suenen a nadie, pero todo cambia al saber que son los hijos ni más ni menos que de John, Paul, George y Ringo. Los hijos de los Beatles, cuyas carreras musicales no parece que vayan a conducirles a la gloria, se plantean ahora unir sus fuerzas y reabrir el negocio familiar, abandonado abruptamente a finales de los sesenta, que rebautizarían como The Beatles, the new generation. Muchos escépticos, con la barbilla muy alta, las cejas arqueadas y los ojos nublados por una mezcla de envidia y desprecio, verán en la jugada tan solo una táctica desesperada y oportunista para apropiarse del éxito de sus progenitores y, de paso, llevarse un buen fajo de libras esterlinas. Y todos esos escépticos tendrán, sin duda alguna, razón.

Ahora bien, ¿no debería ser entonces igualmente execrable que alguien continúe con la carpintería, el restaurante o la farmacia que fundaron sus padres, a veces sus abuelos? ¿No se están aprovechando esos nuevos ebanistas, hosteleros y farmacéuticos del esfuerzo, el sacrificio y el éxito de sus predecesores? La respuesta es obviamente afirmativa. Lo cierto es que, en realidad, no tiene nada de malo, porque los primeros en alegrarse al ver que los hijos continúan su obra y siguen sus pasos son los padres.

En el terreno artístico no es tan habitual, pero a mí, más que molestarme, me resulta enternecedor que un grupo musical pueda ser como otro negocio familiar cualquiera, como una panadería, en la que se usara el mismo delantal y se amasara sobre la misma encimera, generación tras generación.

Esto me recuerda el concierto de los
Beach boys al que asistí este verano. Brian Wilson debía de andar en algún manicomio, y otro de los fundadores murió hace unos años, así que los demás se han dedicado a rellenar los huecos con hijos, primos y sobrinos, que han aprendido de los veteranos a cantar y a tocar como dicta la receta tradicional que les convirtió en una de las bandas más grandes del planeta. Quizá interpretaron algún tema nuevo, pero estuvieron sobre todo los que tenían que estar: los de antes, esos pastelillos exquisitos que solo ellos saben hacer.

Un día, los maestros morirán y ahí quedarán los aprendices, bien enseñados, haciéndonos vibrar con sus armonías vocales y sus contagiosos falsetes. Luego los aprendices se convertirán en maestros, que tendrán hijos que serán aprendices, y así se extenderá la cadena eslabón a eslabón por siempre jamás. Y me gusta imaginar que dentro de doscientos años, en un mundo de rascacielos esperpénticos, árboles virtuales y coches que andan solos, haya todavía unos Beatles y unos Beach Boys rivalizando con sus canciones por ver quién nos hace más felices.

1/4/12

¡Arturo!

Me telefonea de vez en cuando. No tanto como para querer cambiarme de número, pero sí lo suficiente como para que no me olvide de él. La llamada se produce preferentemente a la hora de la siesta; sin embargo, su voz madura me disuade de considerarlo algún tipo de broma. En todas las ocasiones, se salta los prolegómenos habituales en cualquier conversación civilizada y va a lo que va:

-¡Arturo!! ¡Arturo!!

Invoca con tal exigencia al tal Arturo que da la impresión de que le vio un día mirándole el culo a su hija con deseo, y se dispone a tener una charla con él de hombre a hombre. Yo siempre le respondo igual:

-Me parece que se equivoca, aquí no hay ningún Arturo.

El hombre se disculpa y cuelga, pero en mi respuesta debe de haber algo mal. Algo falta o algo sobra, porque mi interlocutor no se queda satisfecho, y lo habitual es que marque de nuevo mi número con la esperanza de que esta vez dé mi brazo a torcer, y se ponga Arturo al aparato.

-¡Arturo, Arturo!!

Solo espero que no se trate de un asunto urgente, ya que no parece probable que vayamos a salir pronto del bucle. Me hace sentir un poco como Bill Murray en Atrapado en el tiempo, condenado a vivir el mismo día ad infinitum hasta que haga las cosas como Dios manda. Quizá el problema esté en mí, quizá debería salirme de mi férreo guión y ofrecerle ayuda, sea para lo que sea. O seguirle la corriente y decirle que claro, claro que que soy Arturo, que qué se cuenta de nuevo. Por lo pronto, he decidido lo que voy a responder la próxima vez:

-Arturo ha salido un momento. Yo soy Sir Lancelot, ¿puedo ayudarle en algo? ¿Quiere que le deje algún recado?