Para evitar suspicacias, no lo dejemos para el final: el talento, ingenio y dominio de la
técnica de Rubén Martín Giráldez es extraordinario. Su ambición y
voluntad de estilo, su apuesta por el lenguaje y la exploración
literaria son incuestionables.
Eso no lo discuten ni
sus detractores (aunque sorprende lo escondidos que están). O
precisamente ahí reside el quid del asunto. El libro es tan feroz en su
crítica a la mediocridad reinante (del castellano, de la literatura, y
de todos los agentes involucrados), y su poética es tan manifiestamente
pretenciosa, agresiva y sofisticada que nadie, y mucho menos la
crítica, se atreve a cuestionarlo, pues corre el riesgo de ponerse en
evidencia.
La prosa de Martín Giráldez es apabullante,
pero seamos francos, no hay un ápice de originalidad ni sorpresa ni en
los blancos de sus críticas a diestro y siniestro, ni en sus argumentos,
que son fundamentalmente generalizaciones y clichés.
Llega
un punto en que el virtuosismo técnico y la exuberancia lingüística no
son suficientes para llevar adelante la narración, y la pomposa farsa
barroca se desinfla sin remedio de la mitad en adelante, y hablamos de
un libro que a duras penas suma 100 páginas.
La
idolatría de la literatura experimental estadounidense y de Ben Marcus
en particular, bien sea ejercida por el autor o el narrador (distintos,
insiste Martín Giráldez), acaba siendo irritante, por cansina e
innecesaria. También intrascendente. Todo esto solo se la pone dura a
los doctorandos que habitan entre el polvo y las polillas de la facultad
de Filología, sin pisar el césped ni ver jamás la luz del sol.
Por
otra parte, por más que el autor lo niegue, es evidente que, bufonadas y
exageraciones aparte, el libro está cargado con las opiniones y
prejuicios del propio Martín Giráldez. De hecho, le he leído en
entrevistas párrafos extraídos casi literalmente de la novela. Su
vanidad y engreímiento no tienen límites, su ambición y exigencia
tampoco, cierto. Sin embargo, si los tienen su rigor y su amplitud
focal. No puedes soltar todo eso por tu bocaza y luego decir que no
conoces bien el panorama literario español. Bueno, puedes, pero es como
mínimo poco decoroso. Tampoco puedes señalar el camino de la exploración
literaria como si solo hubiera un camino. Bueno, puedes, pero lo idóneo
es que cada uno explore por dónde le venga en gana, ¿no? Y finalmente,
no puedes reducirlo todo a una cuestión de megalomanía, tipo "Si no te
crees un genio, no nos hagas leer tus escritos". Para empezar, aquí
nadie hace leer nada a nadie (ya quisiéramos). Para seguir, no veo qué
problema supone para nadie que la gente escriba. Cada texto no puede ni
debe suponer una aportación imprecindible a la historia de la
literatura. Que yo no sea un genio literario no significa que no pueda
escribir, del mismo modo que el hecho de que no sea tan buen amante como
Nacho Vidal no significa que no pueda hacer el amor.
Al
contrario del elitismo que postula Martín Giráldez tanto en la novela
como en las entrevistas (su utopía de lectores que solo leen libros tan
buenos como el suyo), yo reivindico que todo el mundo lea (lo que le dé
la gana), que todo el mundo escriba (lo que le dé la gana), y lo más importante, que todo el mundo folle hasta quedarse ciego.
Magistral
es, por encima de sus demás virtudes, un perfecto ejercicio de autobombo. Y está
funcionando a las mil maravillas. Si te parece bien, Martín Giráldez
tenía razón (en lo bueno que es). Si te parece mal, también (eso es lo
que él pretendía, cabrearte).
A pesar de todos los
pesares: un libro estimulante, con una lengua viva y llena de veneno, y
que merece la pena leer, aunque solo sea por lo que está dando que
hablar (y me temo que todos los que hablan lo hacen siendo fieles a los
estereotipos criticados en la novela, dándose la razón los unos a los
otros sobre su valor artístico incalculable sonriendo nerviosos ante la
posibilidad de que alguien se salga del guion y sean cogidos in
fraganti).
Consejo del día: debe leerse de corrido y en voz alta, y sin diccionarios a mano.
Mi pronóstico (hay que mojarse): dentro de diez años nadie lo recordará.