22/5/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x08.

Un día más, el señor y sus hijos salen a recolectar el sol de la tarde. En bici ellos, al trote él. Enseguida, un runner (en 2020 se les llama así) detiene al señor para alertarle de que hay una patrulla de policía montada en la zona que le acaba de amonestar por ir corriendo al lado de su hijo. Los niños pueden si lo desean ir en bicicleta, y un adulto debe acompañarlos y controlarlos en todo momento, pero jamás corriendo, como mucho, andando muy pero que muy deprisa. El señor se pregunta si estará también prohibido correr para coger el autobús. Te lo digo para que lo sepas, dice el runner. Al señor le parece ridículo que las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se dediquen a avergonzar frente a su hijo a un pobre tipo en mallas, pero le parece ridículo también el aviso del runner, el aura de confidencialidad, como si hubiera una logia de gente que va corriendo a los sitios. El señor cree adivinar en el chivato incluso un poso de sentimentalismo, de regodeo en su propio gesto de camaradería, y al señor le inspira pena, ternura, rechazo. Gracias, le responde el señor, y se aleja corriendo por el parque tras sus hijos mientras se dice que él en su lugar jamás habría avisado.

Más adelante se encuentran en el sendero con un buen montón de excrementos, el mismo montón que hace unos días señaló el señor informando a sus hijos de que provenía del culo de un caballo montado por un policía, y hoy su hija lo reconoce de inmediato, esas ruinas dóricas, y pregunta al señor por qué la policía hace lo que le da la gana. Y el señor rumia la frase mientras sigue corriendo con toda tranquilidad, pues sabe que esa mierda no es en absoluto reciente, no hay nada que temer, y de pronto se topa con un corro de familias (a una prudencial distancia de seguridad) admirando extáticas dos imponentes corceles negros. El señor baja la cabeza, ofreciéndoles la visera de su gorra, y él ve solo las poderosos patas, los músculos hinchándose bajo la piel negra de esos jugadores de la NBA equina. Anda despacio, recreándose en sus pasos, disimulando, en definitiva, sobreactuando su calma incluso al preguntarles a los niños qué camino tomar a continuación, como si no le importara seguir el mismo que los agentes. Y al mismo tiempo aguarda el aviso inminente , porque es obvio que el señor lleva pantalones de correr, zapatillas de correr, gorra de correr, sería una catálogo perfecto de Decathlon si no fuera por la camiseta promocional fluorescente de la San Silvestre Vallecana 2006. Además, sospecha el señor que habrá llamado la atención de los policías su modo súbito de detener el trote y reemplazarlo por un torpe paso de baile, un conato de tropiezo, la fingida patada a una piedra. De manera que el señor está convencido de que lo que escuchará a continuación será ¡A ver, caballero!, tan claro lo tiene que hasta le ha brotado espontáneamente una réplica bajo la gorra, decirle Bueno, estrictamente, el caballero es usted, sabiendo por supuesto que es la peor forma posible de iniciar una conversación con un agente de la policía montada, y en eso piensa tan concentrado que no presta atención ni a sus palabras ni desde luego a sus hijos, y no está seguro ya de si lo que pensaba lo dijo o no en voz alta, o si solo balbuceaba unas fingidas instrucciones a los niños, que afortunadamente se alejan de los policías seguidos del señor, y al doblar una curva, se entregan los tres a una carrera cuesta abajo, pendientes en todo momento, eso sí, de si se oyen cascos a su espalda.

Durante un cuarto de hora el señor y sus hijos trazan garabatos en el mapa satélite del parque, con alegría pero también, para qué negarlo, con los sentidos en alerta, y haciendo cábalas sobre el paradero en tiempo real de los jinetes de Sauron. Los niños se deslizan veloces en la cinta roja del carril bici, y el señor se ve obligado a correr a máxima potencia no ya para evitar que sus hijos atropellen a alguien, sino para socorrer al menos al desgraciado que hayan arrollado, y de nuevo le salen al paso, como recién teletransportados, los dos centauros negros. El señor abre los ojos para hacer sitio a esa visión aterradora. Su miedo debe de ser similar, piensa, al de los campesinos medievales al toparse con unos caballeros del rey, salvo que en su caso, además de una multa, temerían, claro está, que violasen a su mujer, pasasen por la espada a su primogénito y prendiesen fuego a su choza. Opta por aminorar la marcha, dar unos pasos caminando, otros más trotando, y vuelta a caminar, simulando que solo ha corrido unos metros para alcanzar a sus hijos, y no un kilómetro en sprint.  Su instinto le dice que evite mirar las dos moles negras, pero piensa, y con razón, que puede resultar sospechoso, además de su disfraz de runner y el hecho mismo de haber ido corriendo,  el que un padre de familia se cruce con dos animales de semejante calibre sin reparar en ellos, estando habituados en el barrio a fauna generalmente más modesta, gatos, palomas, cotorras, con excepción quizá de las ratas, estas sí bien hermosas. De modo que el señor mira sin ver a esas bestias y les dice a los niños "Mireu què bonics els cavalls", mientras les indica con la mano que se echen a un lado y hagan paso a los diablos gemelos, sus orejas puntiagudas como cuernos. Dirigiéndose a los niños espera dejar claro a los agentes que al menos no está corriendo en solitario, algo completamente prohibido en esta franja horaria, pero de nuevo peca en su exceso de naturalidad al hablar en catalán, pues podría ser finalmente la fonética independentista lo que activara en unos policías nacionales todos los sensores de alarma, y lo que es peor, su ira sancionadora.

Así que el señor, que acaba de caer en la cuenta de su error fatal, ya se resigna a que el diálogo con las autoridades es inevitable, que ahora le dirán A ver, caballero, y él busca una respuesta que no sea  Para caballero, usted, pero no la encuentra (nunca supo resistirse a un chiste). Hay en su cabeza tal madeja de pensamientos que tiene miedo de que se le enreden los pies y acabar dándose de bruces contra el suelo, y ya se ve con 600 euros menos y pasando una noche en el calabozo, cómo explicárselo a su mujer (¿quizá contarle primero lo del calabazo para que la multa pase mas desapercibida?), y los niños traumatizados toda su vida con los caballos, con las pandemias, con el running, con Decathlon.

Pero no. Los policías siguen adelante como si tal cosa, ni siquiera ha variado el ritmo de los cascos de los caballos. Y el señor estaba tan seguro de la sanción que le molesta librarse por puro azar o, peor, por piedad. No es que no quiera que alguien le conceda una gracia, es que no quiere que nadie tenga la potestad de concederlas. Si la ley dice que no se puede trotar junto a un niño en bici (a saber qué dirá la ley), caiga sobre él con todo su peso. ¿Cadena perpetua? Pues cadena perpetua. Lo contrario es la arbitrariedad. El señor ve alejarse los oscuros cuartos traseros, las espaldas de los agentes, y los imagina mirándose con complicidad, un alzamiento de cejas, un piafar copiado de sus monturas. Este iba corriendo, dirá uno, pero a esta hora  qué pereza el papeleo, Ya lo pillaremos mañana, dirá el otro, y al señor le dan ganas de plantarse ahí, como en un duelo, y retarlos, gritarles ¡Caballeros! (con toda la razón del mundo, además), pero sus principios se arrugan para volver a su escondrijo, y al final el señor se limita a comprobar si se alejan los policías, si por fin quedan fuera de su vista y, lo más importante, el señor fuera de la de ellos.

Los niños le apremian, el señor reemprende la carrera. De frente ve venir un mulato de exuberante melena corriendo en paralelo a una niña en bici, y el señor siente el impulso de avisarle, de hacerse amigo del mulato y vivir juntos mil aventuras (así es el proverbial sentido de pertenencia de los runners), pero por suerte los impulsos duran solo un instante, basta con dejarlo pasar.


Contagiados: 232.555
Muertos: 27.888

(Parecen combinaciones ganadoras de una lotería letal).

En Madrid, fase 0.

(El reintegro).



8/5/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x07.

El 26 de abril, el señor sale de casa con sus hijos. Es la primera vez que pisan la calle en 45 días. Ellos van en bicicleta, y el señor aprovecha para correr a su lado como un guardaespaldas. Es una tarde dorada, se oyen risas, pájaros, helicópteros. El señor llevaba dos días pensando en esta salida en la que por fin podrá hacer ejercicio aunque sea de manera encubierta. La ruta elegida traza un amplio círculo bordeando siempre alguna zona ajardinada. Otras familias pasean sus siluetas contra los rayos del sol. El señor siente auténtica euforia, como si inaugurara el mundo con sus pasos, pero también una sombra de inquietud, el presentimiento de que algo malo va a pasar,  de que les caerá encima un meteorito, o una multa.

Su hija disfruta de la excursión tanto como él, pero su hijo pedalea sin ganas, y sin dejar de protestar. Le molesta el polen. Le da rabia que le prohíban pisar la frondosa maleza primaveral. No entiende que sigan cerrados los parques, pues opina que así habrá más gente en la calle y se producirán más contagios (el señor coincide con él). Además no tenía ganas de salir, dice. Y estoy cansado, dice. Y tras una pausa, añade: Y no quiero que me contagien. Los tres se detienen para seguir el vuelo de una cigüeña.

Al día siguiente estalla la polémica en las redes y los medios, digamos, conservadores. Las familias han sembrado el caos y la destrucción a su paso. Han organizado raves multitudinarias, y fallas, y tomatinas, y cabalgatas, y concursos de escupitajos. Han asaltado a ancianos y pacíficos paseadores caninos para rociarles los ojos con sus virus. Los niños han tomado las calles y ya solo el ejército y los tanques podrán pararles los pies.

Durante mes y medio se ha pensado muy poco en los niños, se dice el señor. Las autoridades no los querían ver,  y sus familias no los querían oír. La curva y el teletrabajo eran lo primero. La tarea de los niños era simple: encerrarse en su madriguera a hacer deberes, desaparecer. Pero ahora han vuelto. Menos mal que hay francotiradores con teleobjetivos apostados en los balcones en busca de imágenes que alimenten su amargura. ¿Por qué demonios dejan campar a sus anchas a esos diminutos e incontrolables vectores de transmisión? La polémica se extingue una semana después en el instante preciso en que se permiten ya a todo el mundo los paseos y el deporte individual. Las calles son una verbena.

Algunos considerarán que los niños están viviendo esto como unas simples vacaciones,  pero son unas vacaciones en que no pueden quedar con sus amigos, ni ir al cine, ni jugar en el parque, ni cenar croquetas en casa de la abuela. Unas vacaciones en las que los padres se pasan el día trabajando en casa y están más irritables. Unas vacaciones en que a las fiestas de cumpleaños solo asisten invitados virtuales. Siete años, cumplió la hija del señor.

El señor piensa que se está exigiendo a los niños que se comporten como adultos, y por el contrario, no deja de tratarse a los adultos como si fueran niños.

El señor ve una rueda de prensa dirigida al público infantil. Simón y Duque responden las preguntas enviadas por niños y niñas de todo el país. ¿Podemos compartir los juguetes? ¿Cómo se pone una mascarilla? ¿Cómo empezó la epidemia? ¿Cuándo volveremos al cole? Si se me cae un diente, ¿podrá venir el ratoncito Pérez?

Resolver estas dudas es, ciertamente, un gesto de amabilidad, sí, pero también un acto de propaganda de gusto dudoso. Al señor le habría encantado verse convertido en un niño de 9 años y pulverizar esas sonrisas paternales preguntándoles cómo piensan solucionar la falta de coordinación entre el gobierno y las comunidades autónomas, por qué no se hizo acopio de material al estallar la crisis en Italia, por qué tiene España la tasa de sanitarios infectados más alta del mundo, o cómo es posible que no seamos capaces ni siquiera de contar nuestros muertos.

Sin embargo, las ruedas de prensa para adultos no le parecen al señor muy diferentes. Se ocultan las informaciones clave, se dosifican de manera exasperante las malas noticias. Hasta hace bien poco, se filtraban las preguntas que pudieran herir la sensibilidad (no se sabe si del espectador o del compareciente), las respuestas son tan alambicadas como interminables, y dejan a todos tratando de descifrar si está permitido que un surfero saque al perro a la hora del vermut, y en tal caso, si debe hacerlo solo o en parejas de tres, en lugar de comunicar con franqueza cuál es el estado real de la plaga, y cuál el plan de rastreo y control que piensan seguir, si es que tienen alguno. Son comparecencias diseñadas con el doble objetivo de desconcertar y desconectar al ciudadano, que termina pensando que todo eso es demasiado complejo, deben ser, en efecto, cosas de mayores. Mejor dejárselo a ellos.

Para regocijo de la ciudadanía infantilizada, en el Congreso de los Diputados se celebran a diario espectáculos circenses con sus funambulistas, sus fieras, sus acróbatas, y sus payasos, a los que solo les falta ya tirarse tartas de nata a la cara. El señor fantasea con convertirse en un anarquista temible, aunque en el fondo sabe que lo más radical que se atreverá a hacer es votar en blanco.

El señor está convencido de que si tratas a alguien como un niño, se comportará como tal. Eso explica la obsesión general por las normas, sea cumplirlas o saltárselas. Las fases, los horarios, la reglamentación minuciosa de la vida. Abundan los que adoptan el papel de hermanito mayor y avisan a los demás de que tenemos que portarnos bien,  o nos castigarán a todos. Y abundan también los que se aprovechan de las lagunas del BOE para interpretarlo en su beneficio. Son los que optan por la travesura. Pero el señor piensa que las reglas dictadas por las autoridades no son lo más importante. Parece que muchos han olvidado que todo esto empezó por una plaga. Y que la plaga sigue ahí.

El sábado 2 de mayo se permite al fin el deporte individual, y en un gesto de rebeldía o de pura autonomía, el señor se queda en casa. El domingo sale a la calle. No es el único. Se pregunta si habrán adelantado las fiestas de San Isidro.

El 8 de mayo al señor le cuesta encontrar en la prensa los datos de la evolución diaria del virus. Quizá los medios comienzan a darse cuenta de que son cifras adaptadas al público infantil.

222.857 contagiados.
26.299 muertos.

Uno de los fallecidos resulta ser el torturador franquista Billy el Niño.