27/6/12

Retraso

El 21 de junio de 2012 a las 18:00 (hora española) Twitter sufrió un fallo en cascada en sus servidores.

Durante más de hora y media nadie en el mundo pudo hacer un tuit.

Nadie.

Casi lo habíamos logrado.

Casi habíamos conseguido sujetar el tiempo, evitar que se nos resbalara constantemente de entre los dedos.

Parecía que íbamos a poder mantenernos siempre en equilibrio en el delgado filo del presente.

Cada segundo que lográbamos seguir en pie nos hacía sentir más intrépidos y audaces.

Pero ahora sabemos que ese equilibrio era  inestable y precario.

Y que nos hacía parecer a todos unos pésimos imitadores de Chiquito de la Calzada.

Se ha ido todo al carajo.

Esa hora y media sin Twitter es un abismo que engulle los tuits que lo rodean. Es un agujero negro.

Podemos fingir que no ha pasado nada, pero ya nunca estaremos realmente a la última.

Los primeros tuits tras el apagón a la fuerza tuvieron que tratar de explicar ese vacío. Y al explicar el pasado se les negaba el presente.

Ya nunca nos pondremos al día.

Ya estamos condenados a tratar de rellenar lo que queda detrás, ese pasado inmediato, para toda la eternidad.

Eso es lo que creo.

O eso creía, al menos, hace una hora y media.


20/6/12

Correspondencia

No sé cómo me las arreglaba, pero conseguía la dirección de Roberto Bolaño y le mandaba un largo mail hablando de cientos de cosas, la mayoría de las cuales tenían que ver, claro, con mis textos, con los suyos y con los de los demás.

Poco después me contestaba. Yo miraba la bandeja de entrada con su nombre ahí, en negrita, y no daba crédito, sobre todo porque de repente caía en la cuenta de que hacía años ya que él estaba muerto. Pero eso con la emoción enseguida se me olvidaba, y yo me entregaba contento a una correspondencia de lo más apasionada. Él seguía respondiendo, de modo que yo no podía evitar fantasear con que eso iba a terminar convirtiéndose en una amistad, como la que él relataba en su cuento Sensini.

Un día quedábamos. Nos dedicábamos a lo mismo que en los mails, a charlar sobre literatura, solo que ahora lo hacíamos el uno al lado del otro, dando largos paseos que se prolongaban hasta el anochecer. Pero de pronto yo volvía a acordarme de lo de su muerte y lo que me estaba contando en ese momento se iba diluyendo en mi creciente inquietud. Él se daba cuenta de que algo no iba bien, y entonces nos deteníamos los dos, en medio de la calle. Me mira con gesto interrogante, así que le entrego un sobre, en cuyo interior sé que hay una carta que le informa de que ya no puede ir por ahí manteniendo conversaciones ni correspondencias con nadie porque está muerto. Le miro leer la carta con tristeza, convencido de que enseguida leeré en su rostro la decepción. Sin embargo, cuando alza la mirada por encima de las gafas para mirarme a los ojos, sonríe. Y muy tranquilo me dice que yo también, que yo también estoy muerto.

13/6/12

Espejismo

Sentado en el pretil de hormigón de la boca de metro, sigue el ajetreo algo nervioso que acompaña el arranque de cada jornada en la gran ciudad. Delgado, seco como si lo hubieran estrujado. Su rostro, un mapa de grietas, surcos y sombras. Lleva una camiseta sin mangas sucia, polvorienta, con marcas de sucesivos rodales de sudor. Sus brazos largos y fibrosos son de un intenso color rojizo, tan escamados que en algunas zonas se le ha desprendido la piel dejando al descubierto una capa rosácea y delicada, como desconchones en una vieja pared. Se diría que este hombre lleva años atravesando en solitario un desierto infinito. Un desierto cuyo único límite es el horizonte, siempre escurridizo, siempre inalcanzable. Le veo contemplar el trajín de la mañana, los oficinistas, los obreros, los estudiantes que entran y salen del metro, las madres que van de un lado para otro, empujando cómodos cochecitos, los camiones de reparto en doble fila que dejan escapar por sus compuertas traseras cajas, palés y carretillas, y me doy cuenta de que mira todo eso con cierta extrañeza y con cierta desconfianza, como si sospechara que puede tratarse de una trampa, de un espejismo. Como si a pesar de haberle dado cientos de vueltas en su cabeza no lograra entender por qué toda esa gente no está cruzando el desierto con él.

10/6/12

Zapatillas

Dos pares de zapatillas de estar por casa. Aparentemente blandas, cómodas; llenas de pelotillas, feas como un demonio, como les corresponde a las buenas zapatillas. Auténticas.  Un par de hombre junto a un par de mujer. Están las unas al lado de las otras, perfectamente alineadas. Es normal dejarlas así cuando uno se mete en la cama. Estas están frente a un contenedor. Lo primero que pienso es que quizá sus dueños estén dentro. No se escucha nada. Parece que duermen. Paso procurando no hacer ruido.

5/6/12

Cha-cha-cha-cha-changes

Cuando cierro el grifo de la ducha, cojo la toalla y, sin salir aún de la bañera, me seco en primer lugar la cara, luego el resto de la cabeza. Después, el hombro y el brazo izquierdos hasta llegar a la mano, y regreso por el lado interior hasta llegar a la axila. Acto seguido, repito los mismos gestos simétricamente opuestos. A continuación me coloco la toalla por detrás, a modo de capa, y me seco la espalda y el torso. Siempre frotando con brío, dejo que la toalla vaya resbalando hacia abajo, y me seco bien los muslos, las nalgas y la entrepierna. Luego doblo en el aire la pierna izquierda y la voy recorriendo hasta los dedos del pie, que una vez seco, poso ya en el suelo, fuera de la bañera. Finalmente, apoyando el peso en esa pierna, mantengo suspendida la derecha, y la seco en equilibrio terminando también en el pie. Por fin, acabo en la esterilla que hay junto a la bañera y alzo los brazos como un gimnasta ruso tras un ejercicio perfecto.  Así es como me seco desde hace años; tantos, que no recuerdo haberme secado jamás de otra manera. Y, sin embargo, algo falló ayer en la secuencia que me hizo perder el hilo y mi liturgia de secado estalló en mil pedazos. Improvisé como pude, por supuesto, y terminé igualmente seco, que es lo que cuenta, pero faltaron dominio, precisión, gracilidad. Y sobraron torpeza,  movimientos inseguros llenos de duda. Era como si ya no supiera secarme.

El incidente con la toalla me llevó a pensar en las rutinas, en las dinámicas, en las tradiciones, y en la posibilidad de cambiarlas por otras nuevas, o cambiarlas sin más, en un alarde imposible de innovación constante. Y en teoría es posible cambiar: nuestras actitudes, nuestras opiniones, nuestra conducta, nuestra forma de relacionarnos con los demás. Siempre había estado convencido de ello (con una certeza, todo hay que decirlo, que apestaba a dogmatismo postmoderno). Y sí, en principio es posible cambiar todo eso, incluso cambiar el mundo. Pero hagan el experimento, prueben un día a secarse de una manera distinta.