Hemos recorrido miles de
kilómetros. La mayor parte a pie. Podríamos haber muerto en el desierto,
perdidos y deshidratados. A muchos les ha ocurrido. Ahora pasamos frío, se hace
difícil dormir por las noches, cubiertos únicamente por un plástico y con las
tripas revolviéndose en busca de una postura que haga el hambre más soportable.
Cuando llueve, no tenemos más opción que mojarnos y tiritar, pero nos
consolamos contándonos nuestros proyectos, nuestros sueños. No se me escapa el
hecho de que, mientras hablamos, el agua nos resbala por la cara, por el
cuerpo, y termina formando un barrizal a nuestros pies.
Creo que saltaré mañana, es
mejor hacerlo cuando aún me siento fuerte. Hay riesgo, claro. Puedo terminar
malherido o muerto, pero ya no hay vuelta atrás. ¿Cómo podría regresar a mi
pueblo sin nada? Cuando vuelva, lo haré con ropa elegante, un trabajo, y
regalos para todos, no más delgado y triste y harapiento.
Circulan rumores. Se dice
que al otro lado de la valla no está el paraíso con el que soñamos. Que la
gente duerme en la calle, que pasa hambre, que no tiene trabajo. Pero si eso es
así, ¿por qué hay una valla cada vez más alta? ¿Y por qué no saltan ellos a
este lado?
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