20/8/15

Corrientes frías, corrientes cálidas


En la costa sur de São Miguel, la isla más grande del archipiélago de las Azores, se encuentra Ferraria, un lugar en el que se produce un fenómeno fuera de lo común: las frías corrientes del océano se mezclan con las aguas termales que brotan de las entrañas volcánicas de la isla. Ferraria es además un lugar de singular belleza, un manto crispado de rocas negras, ríos de lava seca hundiéndose en el mar azul. Contemplar el lento atardecer mecido por las corrientes frías y cálidas que parecen competir por abrazar nuestro cuerpo puede resultar una experiencia mística. Creo que lo he dicho claro: puede.

Al llegar a la zona de vestuarios habilitados al aire libre, me sorprendieron las hileras de gente que hormigueaban por la pasarela de madera en un sentido y en otro, pero en seguida la lógica (tan ciega a veces) me llevó a la conclusión de que la piscina natural debía ser enorme o de que debían ser en realidad varias. Sin embargo, una sombra de sospecha eclipsó por un instante la dureza inclemente del sol, pues recuerdo que nos pusimos el bañador y encremamos a los niños con algo que podríamos calificar de agitada inquietud, una sensación que me asalta a menudo al embolsar la compra en la caja del supermercado, no importa que lo haga cada vez más rápido, sin prestar ya atención a si pongo los huevos junto a las latas de conservas, a pesar de mi taquicárdica precipitación, nunca me da tiempo a terminar antes de que la cajera empiece a pasar por el lector la compra del siguiente cliente.

Seguimos, pues, la pasarela cada vez más temerosos, pero sin posibilidad de volver atrás, como artículos sobre la cinta negra. Al final se hallaba la supuesta piscina, una poza que las olas habían ganado a la costa rocosa con infatigable paciencia y tenacidad, qué duda cabe, pero sin la rotundidad que hubiera permitido a todos los presentes bañarse a sus anchas. En el interior de la poza bullía una enmarañada amalgama de cuerpos semidesnudos. Mi primer pensamiento fue que se había producido un naufragio, quizá el de un crucero, aunque al mismo tiempo me desconcertaba que los náufragos se mostraran tan ufanos de que la nave se hubiera ido a pique. Pese a todo, seguimos avanzando decididos a sumarnos a esa sopa de humanos. Solo había que ir sorteando las criaturas brillantes y sonrosadas que parecían agonizar sobre el roquedal como una plaga de medusas arrastradas hasta allí por el oleaje. Mi mujer se alejó ágilmente con Mario de la mano. Yo traté de seguirla con mi adorable hija Alicia, de dos años y quince quilos de peso, caminando con cara de faquir sobre las rocas afiladas como cuchillas, algo que sé sencillamente porque unos minutos antes había considerado completamente innecesario llevar ningún tipo de calzado.

Los dos metros de escalera metálica que había que recorrer para descender a la poza me resultaron intimidatorios, lo confieso. Me bastó contemplarla un segundo para desplegar en mi imaginación un abanico bien surtido de muertes ridículas y estrepitosas. Descarté, por tanto, el descenso con una niña en brazos y una sola mano libre embadurnada en crema solar. Tampoco me sedujo la opción de saltar directamente confiando en que las letales rocas submarinas se apartaran espantadas por mi zambullida. Opté por lo más sensato: pasear de nuevo las maltrechas plantas de mis pies a lo largo y ancho de aquel campo de cuchillas naturales en busca de un acceso más seguro. Se hallaba, por supuesto, en el otro extremo de la piscina. Cuando por fin me metí en el agua, me vi obligado a hacerlo arrastrándome de culo, como una especie de cangrejo discapacitado. Y no, no pierdan de vista en su imagen mental a la adorable niña de quince quilos que me estrujaba el cuello divertida por el modo en que mi cara se hinchaba y cambiaba de color.

Me tranquilizó por un momento la constatación de que hacía pie, no tanto la de descubrir que en esa zona el agua estaba prácticamente hirviendo. En lugar de gritar, consideré más civilizado comenzar a sudar con profusión mientras maldecía a todos los miembros de mi árbol genealógico. Tras recuperar la visión, vi que me hallaba en medio de un corro de adolescentes en plena efervescencia hormonal que reían, gritaban y buscaban cualquier pretexto para tocarse unos a otros. Pensé que probablemente las altas temperaturas se debían en realidad a ellos y no a la brecha entre dos placas tectónicas, y entonces descubrí para qué servían las sogas que cruzaban la piscina de lado a lado. Cada cierto lapso de tiempo, las olas acumulaban la fuerza suficiente como para llegar hasta el final de la poza. Cuando eso sucedía, las cuerdas eran lo único capaz de salvar a los bañistas de morir estrellados contra las rocas. Y había además algo peor que las olas en sí: su retroceso. Ejecuté un inédito paso de baile, trastabillando varias veces hacia adelante y hacia atrás, sin llegar a caer del todo, algo que por otra parte tiene su mérito, ya que el fondo estaba cubierto de una resbaladiza pelusa marina. Mi hija reía a carcajadas.

Finalmente, logré aferrarme a la cuerda, y mi ansiedad disminuyó dos o tres puntos. El mar nos mecía de manera que a veces, además de mi hija, tenía en brazos a un anciano con varices o a una pareja de adolescentes dándose el lote. Cerré los ojos con fuerza y me concentré en enviar un mensaje de SOS usando la soga a modo de cable de telecomunicaciones. En lo alto de un lejano risco, se giró de pronto mi mujer. Diría que en su mirada centelleó una profunda compasión. Mientras ella acudía en mi rescate brincando entre cuerpos y apartaba a unas señoras con vocación de cetáceo que habían quedado varadas en el acceso más próximo a mí, perpetré mi modesta venganza frente a tanto horror: hice mi aportación personal a las pendulares corrientes cálidas, cogimos a los críos y nos largamos de allí.






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