En la costa sur de São Miguel, la isla más grande del archipiélago de
las Azores, se encuentra Ferraria, un lugar en el que se produce un fenómeno
fuera de lo común: las frías corrientes del océano se mezclan con las aguas
termales que brotan de las entrañas volcánicas de la isla. Ferraria es además
un lugar de singular belleza, un manto crispado de rocas negras, ríos de lava
seca hundiéndose en el mar azul. Contemplar el lento atardecer mecido por las
corrientes frías y cálidas que parecen competir por abrazar nuestro cuerpo
puede resultar una experiencia mística. Creo que lo he dicho claro: puede.
Al llegar a la zona de
vestuarios habilitados al aire libre, me sorprendieron las hileras de gente que
hormigueaban por la pasarela de madera en un sentido y en otro, pero en seguida
la lógica (tan ciega a veces) me llevó a la conclusión de que la piscina
natural debía ser enorme o de que debían ser en realidad varias. Sin embargo,
una sombra de sospecha eclipsó por un instante la dureza inclemente del sol,
pues recuerdo que nos pusimos el bañador y encremamos a los niños con algo que
podríamos calificar de agitada inquietud, una sensación que me asalta a menudo al
embolsar la compra en la caja del supermercado, no importa que lo haga cada vez
más rápido, sin prestar ya atención a si pongo los huevos junto a las latas de
conservas, a pesar de mi taquicárdica precipitación, nunca me da tiempo a
terminar antes de que la cajera empiece a pasar por el lector la compra del
siguiente cliente.
Seguimos, pues, la pasarela
cada vez más temerosos, pero sin posibilidad de volver atrás, como artículos
sobre la cinta negra. Al final se hallaba la supuesta piscina, una poza que las
olas habían ganado a la costa rocosa con infatigable paciencia y tenacidad, qué
duda cabe, pero sin la rotundidad que hubiera permitido a todos los presentes bañarse
a sus anchas. En el interior de la poza bullía una enmarañada amalgama de
cuerpos semidesnudos. Mi primer pensamiento fue que se había producido un naufragio,
quizá el de un crucero, aunque al mismo tiempo me desconcertaba que los
náufragos se mostraran tan ufanos de que la nave se hubiera ido a pique. Pese a
todo, seguimos avanzando decididos a sumarnos a esa sopa de humanos. Solo había
que ir sorteando las criaturas brillantes y sonrosadas que parecían agonizar
sobre el roquedal como una plaga de medusas arrastradas hasta allí por el
oleaje. Mi mujer se alejó ágilmente con Mario de la mano. Yo traté de seguirla
con mi adorable hija Alicia, de dos años y quince quilos de peso, caminando con
cara de faquir sobre las rocas afiladas como cuchillas, algo que sé
sencillamente porque unos minutos antes había considerado completamente
innecesario llevar ningún tipo de calzado.
Los dos metros de escalera
metálica que había que recorrer para descender a la poza me resultaron
intimidatorios, lo confieso. Me bastó contemplarla un segundo para desplegar en
mi imaginación un abanico bien surtido de muertes ridículas y estrepitosas.
Descarté, por tanto, el descenso con una niña en brazos y una sola mano libre
embadurnada en crema solar. Tampoco me sedujo la opción de saltar directamente
confiando en que las letales rocas submarinas se apartaran espantadas por mi
zambullida. Opté por lo más sensato: pasear de nuevo las maltrechas plantas de
mis pies a lo largo y ancho de aquel campo de cuchillas naturales en busca de
un acceso más seguro. Se hallaba, por supuesto, en el otro extremo de la
piscina. Cuando por fin me metí en el agua, me vi obligado a hacerlo
arrastrándome de culo, como una especie de cangrejo discapacitado. Y no, no
pierdan de vista en su imagen mental a la adorable niña de quince quilos que me
estrujaba el cuello divertida por el modo en que mi cara se hinchaba y cambiaba
de color.
Me
tranquilizó por un momento la constatación de que hacía pie, no tanto la de
descubrir que en esa zona el agua estaba prácticamente hirviendo. En lugar de
gritar, consideré más civilizado comenzar a sudar con profusión mientras
maldecía a todos los miembros de mi árbol genealógico. Tras recuperar la
visión, vi que me hallaba en medio de un corro de adolescentes en plena
efervescencia hormonal que reían, gritaban y buscaban cualquier pretexto para
tocarse unos a otros. Pensé que probablemente las altas temperaturas se debían
en realidad a ellos y no a la brecha entre dos placas tectónicas, y entonces descubrí
para qué servían las sogas que cruzaban la piscina de lado a lado. Cada cierto
lapso de tiempo, las olas acumulaban la fuerza suficiente como para llegar
hasta el final de la poza. Cuando eso sucedía, las cuerdas eran lo único capaz
de salvar a los bañistas de morir estrellados contra las rocas. Y había además
algo peor que las olas en sí: su retroceso. Ejecuté un inédito paso de baile, trastabillando varias veces hacia adelante y hacia atrás, sin llegar
a caer del todo, algo que por otra parte tiene su mérito, ya que el
fondo estaba cubierto de una resbaladiza pelusa marina. Mi hija reía a
carcajadas.
Finalmente,
logré aferrarme a la cuerda, y mi ansiedad disminuyó dos o tres puntos. El mar
nos mecía de manera que a veces, además de mi hija, tenía en brazos a un
anciano con varices o a una pareja de adolescentes dándose el lote. Cerré los
ojos con fuerza y me concentré en enviar un mensaje de SOS usando la soga a
modo de cable de telecomunicaciones. En lo alto de un lejano risco, se giró de
pronto mi mujer. Diría que en su mirada centelleó una profunda compasión. Mientras
ella acudía en mi rescate brincando entre cuerpos y apartaba a unas señoras con
vocación de cetáceo que habían quedado varadas en el acceso más próximo a mí,
perpetré mi modesta venganza frente a tanto horror: hice mi aportación personal
a las pendulares corrientes cálidas, cogimos a los críos y nos largamos de
allí.
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