8/5/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x07.

El 26 de abril, el señor sale de casa con sus hijos. Es la primera vez que pisan la calle en 45 días. Ellos van en bicicleta, y el señor aprovecha para correr a su lado como un guardaespaldas. Es una tarde dorada, se oyen risas, pájaros, helicópteros. El señor llevaba dos días pensando en esta salida en la que por fin podrá hacer ejercicio aunque sea de manera encubierta. La ruta elegida traza un amplio círculo bordeando siempre alguna zona ajardinada. Otras familias pasean sus siluetas contra los rayos del sol. El señor siente auténtica euforia, como si inaugurara el mundo con sus pasos, pero también una sombra de inquietud, el presentimiento de que algo malo va a pasar,  de que les caerá encima un meteorito, o una multa.

Su hija disfruta de la excursión tanto como él, pero su hijo pedalea sin ganas, y sin dejar de protestar. Le molesta el polen. Le da rabia que le prohíban pisar la frondosa maleza primaveral. No entiende que sigan cerrados los parques, pues opina que así habrá más gente en la calle y se producirán más contagios (el señor coincide con él). Además no tenía ganas de salir, dice. Y estoy cansado, dice. Y tras una pausa, añade: Y no quiero que me contagien. Los tres se detienen para seguir el vuelo de una cigüeña.

Al día siguiente estalla la polémica en las redes y los medios, digamos, conservadores. Las familias han sembrado el caos y la destrucción a su paso. Han organizado raves multitudinarias, y fallas, y tomatinas, y cabalgatas, y concursos de escupitajos. Han asaltado a ancianos y pacíficos paseadores caninos para rociarles los ojos con sus virus. Los niños han tomado las calles y ya solo el ejército y los tanques podrán pararles los pies.

Durante mes y medio se ha pensado muy poco en los niños, se dice el señor. Las autoridades no los querían ver,  y sus familias no los querían oír. La curva y el teletrabajo eran lo primero. La tarea de los niños era simple: encerrarse en su madriguera a hacer deberes, desaparecer. Pero ahora han vuelto. Menos mal que hay francotiradores con teleobjetivos apostados en los balcones en busca de imágenes que alimenten su amargura. ¿Por qué demonios dejan campar a sus anchas a esos diminutos e incontrolables vectores de transmisión? La polémica se extingue una semana después en el instante preciso en que se permiten ya a todo el mundo los paseos y el deporte individual. Las calles son una verbena.

Algunos considerarán que los niños están viviendo esto como unas simples vacaciones,  pero son unas vacaciones en que no pueden quedar con sus amigos, ni ir al cine, ni jugar en el parque, ni cenar croquetas en casa de la abuela. Unas vacaciones en las que los padres se pasan el día trabajando en casa y están más irritables. Unas vacaciones en que a las fiestas de cumpleaños solo asisten invitados virtuales. Siete años, cumplió la hija del señor.

El señor piensa que se está exigiendo a los niños que se comporten como adultos, y por el contrario, no deja de tratarse a los adultos como si fueran niños.

El señor ve una rueda de prensa dirigida al público infantil. Simón y Duque responden las preguntas enviadas por niños y niñas de todo el país. ¿Podemos compartir los juguetes? ¿Cómo se pone una mascarilla? ¿Cómo empezó la epidemia? ¿Cuándo volveremos al cole? Si se me cae un diente, ¿podrá venir el ratoncito Pérez?

Resolver estas dudas es, ciertamente, un gesto de amabilidad, sí, pero también un acto de propaganda de gusto dudoso. Al señor le habría encantado verse convertido en un niño de 9 años y pulverizar esas sonrisas paternales preguntándoles cómo piensan solucionar la falta de coordinación entre el gobierno y las comunidades autónomas, por qué no se hizo acopio de material al estallar la crisis en Italia, por qué tiene España la tasa de sanitarios infectados más alta del mundo, o cómo es posible que no seamos capaces ni siquiera de contar nuestros muertos.

Sin embargo, las ruedas de prensa para adultos no le parecen al señor muy diferentes. Se ocultan las informaciones clave, se dosifican de manera exasperante las malas noticias. Hasta hace bien poco, se filtraban las preguntas que pudieran herir la sensibilidad (no se sabe si del espectador o del compareciente), las respuestas son tan alambicadas como interminables, y dejan a todos tratando de descifrar si está permitido que un surfero saque al perro a la hora del vermut, y en tal caso, si debe hacerlo solo o en parejas de tres, en lugar de comunicar con franqueza cuál es el estado real de la plaga, y cuál el plan de rastreo y control que piensan seguir, si es que tienen alguno. Son comparecencias diseñadas con el doble objetivo de desconcertar y desconectar al ciudadano, que termina pensando que todo eso es demasiado complejo, deben ser, en efecto, cosas de mayores. Mejor dejárselo a ellos.

Para regocijo de la ciudadanía infantilizada, en el Congreso de los Diputados se celebran a diario espectáculos circenses con sus funambulistas, sus fieras, sus acróbatas, y sus payasos, a los que solo les falta ya tirarse tartas de nata a la cara. El señor fantasea con convertirse en un anarquista temible, aunque en el fondo sabe que lo más radical que se atreverá a hacer es votar en blanco.

El señor está convencido de que si tratas a alguien como un niño, se comportará como tal. Eso explica la obsesión general por las normas, sea cumplirlas o saltárselas. Las fases, los horarios, la reglamentación minuciosa de la vida. Abundan los que adoptan el papel de hermanito mayor y avisan a los demás de que tenemos que portarnos bien,  o nos castigarán a todos. Y abundan también los que se aprovechan de las lagunas del BOE para interpretarlo en su beneficio. Son los que optan por la travesura. Pero el señor piensa que las reglas dictadas por las autoridades no son lo más importante. Parece que muchos han olvidado que todo esto empezó por una plaga. Y que la plaga sigue ahí.

El sábado 2 de mayo se permite al fin el deporte individual, y en un gesto de rebeldía o de pura autonomía, el señor se queda en casa. El domingo sale a la calle. No es el único. Se pregunta si habrán adelantado las fiestas de San Isidro.

El 8 de mayo al señor le cuesta encontrar en la prensa los datos de la evolución diaria del virus. Quizá los medios comienzan a darse cuenta de que son cifras adaptadas al público infantil.

222.857 contagiados.
26.299 muertos.

Uno de los fallecidos resulta ser el torturador franquista Billy el Niño.

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