27/8/12

Vivir de prestado

Existe un tipo de parásito social que se alimenta con voracidad insaciable de los productos culturales de los demás. Cada vez que se encuentra en casa de alguien, no importa si es amigo, familiar o vagamente conocido, atiende a la charla solo a medias mientras busca con mirada nerviosa la estantería de los libros, de los CD, de los DVD. Luego aprovecha el regreso del cuarto de baño (a sabiendas de que el grupo está concentrado en una conversación en la que no se le tiene en cuenta), y, con la cabeza ladeada en un perfecto ángulo recto, se dedica a escanear los nombres, autores y títulos de los lomos. Lo hace con la urgencia de un espía infiltrado que es consciente de que cada segundo es precioso y de que en cualquier momento alguien puede descubrirle y lanzarle una pregunta que lo aparte irremisiblemente de su búsqueda para hacerle caer de nuevo en las garras del grupo. Frases como "¿a que sí?", "¿eh, te acuerdas tú de eso?" o "cuéntales lo del otro día", algo subidas de tono, podrían ser fatales. Como mucho, le quedaría el breve intervalo mientras contesta distraídamente "¿el qué?". Pero hasta que eso suceda, aún tiene margen para seguir, estante a estante, con lo suyo. Su mirada está tan entrenada que es capaz de saltarse casi instantáneamente aquellos artículos que ya forman parte de su colección. Vistos en la oscuridad, sus ojos emanan un brillo rojizo, como los de Terminator. Si le falta tiempo, siempre puede aprovechar el momento de la despedida, la confusión de besos, abrazos o apretones de manos de la que se escabulle con la habilidad de un Houdini para no dejar su tarea a medias. Sea como fuere, cuando esta sanguijuela sale por la puerta ya lleva entre sus brazos una montaña tal de objetos que parece un reponedor de la Fnac. Al anfitrión, le deja tan sorprendido esa visión que apenas es capaz de reaccionar, y consiente en el préstamo como bajo los efectos de la hipnosis. En ese instante, el prestamista no es consciente de que las posibilidades de recuperar sus pertenencias son, en el mejor de los casos, remotas, porque cuando el asaltante llega a casa con su botín, lo coloca en el mueble del salón emulando atávicos ritos de sacrificio a los dioses, y la librería lo engulle todo en el acto, mezclando para siempre lo propio con lo ajeno. Mientras las estanterías de los demás se debilitan irremediablemente exhibiendo dentaduras cada vez más melladas, las paredes de esa pulga que salta de casa en casa llevándoselo todo parecen haber sido alicatadas con libros,  películas  y discos que a menudo, y eso es lo peor, ni siquiera llega a leer, ver o escuchar jamás.

Tras sufrir unas acusaciones que me parecieron del todo injuriosas, eché un vistazo al Gran Mueble del Salón, por pura curiosidad, y decidí apartar todo lo que creyera que no era mío. Empecé contento, convencido de que no podía haber demasiadas cosas. Pero el montoncito fue creciendo, y mi expresión terminó siendo un calco de la de Mickey Rourke en El corazón del Ángel cuando descubre aterrado que él es el asesino y que su alma le pertenece al diablo. Más de veinte objetos (eufemismo de casi treinta) apilados a lo largo de los años. De algunos ni siquiera recuerdo al dueño legítimo. Damas y caballeros, yo soy ese ser espeluznante. El que todo lo ve. El que todo lo toma. El que nada devuelve.

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