22/2/12

Hola

A los viajeros del metro, a una chica que pasea al perro, a alguien esperando a que el semáforo se ponga en verde, al barrendero. No discrimina: saluda a todo el mundo. Y lo hace con tal entusiasmo, que los interpelados no tienen más remedio que sonreírle y devolverle ese hola, como si estuvieran pasándose de mano en mano un cachorrillo tierno y juguetón.

Sin embargo, la gente reacciona así porque el saludador compulsivo es un niño de año y medio. Si lo hiciera yo, estoy seguro de que fruncirían mucho la cara como si les diera el sol de plano, al estilo de Clint Eastwood, dudando entre otorgarme el título de pervertido, el de psicópata, o el de retrasado mental.

Al niño se le devuelve el saludo, perdonándole con indulgencia su torpeza social, su desconocimiento de las reglas que rigen las relaciones entre las personas. A los desconocidos se les saluda sólo al entrar o salir de un sitio, o cuando queremos que nos ayuden con una dirección o que nos den un cigarrillo, no así, sin ton ni son. "Aún tiene que aprender", puede leerse en sus rostros comprensivos. Y mientras asisto a este breve diálogo, a ese intercambio de sonrisas que jamás hubiera tenido lugar en las mismas circunstancias entre dos adultos, me pregunto quién debería aprender de quién.

De todos modos, esto se le pasará cuando crezca. A medida que pasa el tiempo, saludamos cada vez a menos personas. Temiendo quizá que se nos acaben nuestros holas, terminamos enterrándolos en islas perdidas y engullimos el mapa que conduce hasta ellos, como si fueran un tesoro que ya no nos apetece compartir con nadie.

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