6/2/12

Familias pasajeras

Siempre hay quien, durante cualquier discusión absurda en una reunión familiar, se abstrae unos segundos para reafirmarse en la convicción de que a los amigos los elegimos porque nos caen bien, y la familia es algo que más bien nos cae encima. Es lo que hay. Son las lentejas que nos acompañarán toda nuestra vida. Sólo que hay pocas posibilidades de dejarlas, porque si lo intentamos, antes o después, ellas acaban por encontrarnos. Por otro lado, está el consuelo de que tampoco se pueden ir añadiendo miembros al clan alegremente, así que ya nos conocemos todos los caras y sabemos de qué pie cojea cada uno. Y en eso andamos ufanos cuando, de pronto, es nuestra salud la que cojea, y nos descubrimos en una habitación con alguien que viene a ser como familia, pero peor: el compañero de hospital.

No puedo evitar pensar en ello cuando llego a la habitación indicada y me encuentro, sentados codo con codo en sendos sillones,
a mi suegro y a su compañero, ambos en pijama. Si alguna vez se cruzaron en la panadería o en una parada de autobús , no creo que ninguno imaginase ni remotamente la posibilidad de ver al señor de enfrente en pijama, y ahora ahí están, como dos hermanos solterones compartiendo un pequeño apartamento.

Al principio procuro no mirar al vecino, le doy la espalda como si no existiera y presto atención a mi enfermo, que para eso he venido. Sin embargo, no es fácil hacerle el vacío a nadie en una habitación de cinco metros cuadrados, y pronto me doy cuenta de que estos dos han renunciado ya a cualquier forma de privacidad, y tanto el uno como el otro entran con soltura y naturalidad en las conversaciones del compañero con sus visitas. De hecho, ante mi sorpresa, es mi suegro quien interrumpe la lectura del periódico de vez en cuando, para sacar de dudas al de al lado y a su mujer, que no tienen claro dónde deben ir a hacerse no sé qué prueba.

Derrumbados los muros de la intimidad, observo al compañero fija y tiernamente, como si se tratase de mi propio abuelo. Parece un peluche con exceso de relleno, tan prieto que están a punto de saltarle las costuras, y sonríe con una perenne afabilidad que hace imposible imaginarle enfadado. Claro que el viejo osito tiene también su lado oscuro, como el de Toy Story 3: el otro día le hizo tragarse a mi suegro toda la programación de Tele 5. En parte es comprensible que, por una cuestión de coherencia, quisiera ver programas del corazón; al fin y al cabo, se encuentran en la planta de cardiología, pero mi pobre suegro, que aún no tenía confianza como para pedirle que cambiara de canal, no hacía más que rezar para que se le acabasen las monedas o que, de una vez por todas, apareciese un médico y le diera el alta a cualquiera de los dos.

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