19/6/15

Crónica de una empanada


Nada más salir del coche percibo algo extraño en el ambiente de la calle, pero no logro precisar de qué se trata. No son esos cuatro bloques de edificios cubiertos de pintadas y de ropa tendida con aspecto de brillar en la oscuridad. Tampoco son los cochecitos de bebé que proliferan junto a los portales. Ni, por supuesto, ese adolescente barrigón que sale de su casa tan a prisa que olvidó ponerse la camiseta. No es nada de eso, pero por un momento creo comprender cómo se sienten los animales cuando se avecina una catástrofe.

Entro en el local, cojo número y espero pacientemente mi turno mientras hojeo un libro. Resultan chocantes las reflexiones sobre literatura fantástica de Julio Cortázar en un obrador. O quizá no. Quizá en eso consiste la magia y el misterio que buscó durante años en sus paseos callejeros. Cuando por fin me atienden, me informan de que hay una mala noticia: dos de las empanadas que tenía encargadas tardarán aún unos quince o veinte minutos en salir. Dudo entre meterme en un bar o seguir leyendo de pie en la calle, apoyado en la pared. Opto por lo segundo, pero no llego a abrir el libro. Se oyen unos gritos. Son gritos de mujeres, de ira, de rabia, de dolor, todos algo teatralizados. Provienen del final de la calle de Los Olivos, el último lugar en el que uno imaginaría una representación teatral. Más que sucios, más que descuidados, más que cochambrosos, los cuatro bloques de la colonia de Los Olivos producen una ominosa sensación de provisionalidad eternizada, como si se tratase de un campo de refugiados, o como si no fuesen auténticos edificios, sino enormes carretas que sus propietarios arrastran consigo por los caminos del mundo.

De pronto, una vibración recorre la calzada y las fachadas, y se abalanza sobre mí como una ola invisible. Por corte aparecen cuatro o cinco personas pegándose en mitad de la calle (digo por corte porque curiosamente yo no los he visto salir, ni insultarse, ni empujarse levemente, envalentonándose poco a poco, la realidad ha hecho una elipsis y esa gente se ha materializado ahí zurrándose de lo lindo). Uno de ellos lleva un palo de escoba. En unos segundos, la pelea pasa a ser un remolino en el suelo, del que emerge de tanto en tanto la larga vara de madera. A mi lado ya se ha formado un grupo de curiosos. Otros se asoman a los balcones. Se pelean entre ellos, dice un señor a otro, al final se pelean entre ellos. Como no tienen otra cosa qué hacer, pues la lían. Dos chinas intercambian los comentarios más lúcidos e ingeniosos, de los que, por supuesto, no entiendo ni papa. Las chinas ríen y hablan sin dejar de mirar hacia delante. Les falta comer pipas. Varias mujeres increpan y dan empujones al joven de la vara, quien finalmente huye encorvado como un galgo y desaparece. Cada vez hay más gente a mi alrededor. Quizá debería llamar a la policía, pienso. Alguien pasa corriendo junto a mí armado con un bastón de madera. Es un joven en bañador, un bañador, hay que decirlo, demasiado ajustado, que le impide correr con normalidad. Frotando sus muslos, el joven se dirige al epicentro del conflicto.

Se oyen unas sirenas. Según el señor de al lado, algo melodramático, seguro que es una ambulancia, pero no, se trata de un coche de la policía nacional, que se introduce en el callejón casi derrapando, y que, por cierto, es recibido con una pedrada. Unos segundos después, acuden dos patrullas de los municipales. Los espectadores cambian de posición lo justo para nos ser atropellados por las Fuerzas de Seguridad del Estado. Enseguida llegan otros dos de la policía. Tres. Dos motoristas de la nacional. Otros dos municipales. Por supuesto, todos aparcan en el meollo de la acción, aparentemente siguiendo un protocolo que tiene como fin bloquear su propia salida y restarles el máximo margen de maniobra posible. Solo faltan los hombres de Harrelson, dice alguien. Hay tantos agentes como espectadores.

De la pelea nada se sabe ya, ni a nadie parece interesarle lo más mínimo. El espectáculo es ahora la policía. Se forman grupitos de agentes. Al principio, cada uno con los de su cuerpo, pero a medida que pasa el tiempo comienzan a surgir corrillos mixtos. Parece la hora del recreo. Uno de los nacionales es una chica. El uniforme resulta sexy en una chica. Me pregunto si habrá tenido problemas con sus compañeros. Su superior habla por teléfono, trata de justificar su presencia ahí y expresa su disgusto por los problemas de coordinación y competencia que se han planteado. Abundan las miradas socarronas, como si todos se supieran extras de una película que dirige desde las alturas el mismísimo Berlanga.

Paulatinamente se calman los ánimos. Una anciana habla distendidamente con un agente. Sospecho que no es la primera vez que se ven. En la otra esquina, varios policías interrogan al joven delgado y con el pecho hundido que antes enarbolaba la vara. Quizá el novio de alguna de las implicadas. Qué gentuza, dice una mujer delgadísima. Si no es una yonky, es una ex yonky. Es horrible, dice, esto es horrible. Lo repite una y otra vez. Le faltan algunas piezas dentales. Una gitana rubia natural (no tenemos por qué dudarlo) se transforma en una bestia al ver a una chica saliendo del portal del fondo.  De inmediato se pone a correr hacia ella sorteando policías y le cruza la cara con un bofetón cuyo restallido hace que una bandada de palomas alce el vuelo en el Parque del Retiro. Te voy a matar, grita desde el fondo de sus entrañas mientras le planta otra galleta. Los veinticuatro agentes parecen sacados del museo de cera. Finalmente, dos de ellos se llevan a rastras a la rubia, que continúa gritando que le ha pegado, que está harta, que ha sangrado por la nariz y por la boca, pero me es imposible determinar si se refiere a ella misma o a una amiga o a una pariente, ni quién comenzó la jarana. Me desconcierta comprobar que cuanta más información tengo, menos entiendo qué demonios ha pasado. La rubia no se tranquiliza, diría que en parte porque quiere impresionar a los vecinos del barrio. Los agentes la acompañan a una calle paralela y ya no vuelvo a verla más.

De pronto capta mi atención uno de los espectadores, un gitano vestido con un conjunto difícil de definir, digamos que es una combinación a caballo entre el traje de baño y el pijama. Es un conjunto dos piezas que consiste en una camiseta de tirantes y un pantalón corto, todo confeccionado con un estampado de flora selvática. El tejido, por supuesto, es satinado. Parece un voyeur más, pero resulta tener algún vínculo con los implicados, porque se acerca a hablar con el chico flaco de la vara, y pasa el rato bromeando con los polis. La ex yonky (concedámosle eso) habla con una vecina. Ah, esa es la madre, pues no la había reconocido. Sí, es ella, es que ha engordado mucho. El otro día me la encontré. De tanto en tanto, aparecen en escena hombres cargados con bolsas de empanadas, que van acomodando en el maletero sin perder detalle. Una gitana obesa, o al menos de brazos increíblemente obesos, da lecciones morales al flaco. Parece decirle que era una cosa entre mujeres y que no debía meterse. Abuela, abuela, sube pa casa, grita un muchacho. Es el niño que vi sin camiseta al aparcar. Ahora va vestido, y aparta receloso a la anciana del agente con el que no ha dejado de hablar en todo el tiempo.

El ambiente se relaja. Y entonces una chica con mallas rosas que empuja un carrito de bebé, parece encaramarse en él para gritar chupapooooollas,  y sigue su camino mientras el auditorio escucha chupapollas, chupapollas, chupapollas, cada vez más bajito. La mayoría de los agentes se suben a sus coches mientras otros les dan indicaciones para salir de ese atolladero sin necesidad de firmar ningún parte. Esto es horrible, terrible, espantoso. Yo me voy, parece decirme a mí la ex yonky, como recriminándome que sea capaz de quedarme a presenciar ese horror un segundo más que ella. Una señora me toca entonces el hombro con gesto de preocupación. ¿Estaba usted esperando unas empanadas?

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