Para empezar, está la cuestión de qué ponemos en medio:
Bolaño y Foster Wallace. Como si fueran amigos, que no lo eran. O
miembros de una misma generación, de un mismo ejército o de un mismo
club, que tampoco.
Bolaño o Foster Wallace. Como si fueran dos caras de una misma moneda y
estuviéramos obligados a elegir. ¿Se imaginan lanzar al aire un libro
que por un lado fuese 2666 y por el otro La broma infinita?
Bolaño contra Foster Wallace. Como si representaran posturas enfrentadas
y entre ellos solo pudiese existir una lucha (lucha que, por otra
parte, solo podría ganar el lector).
Yo opté por unirles con una coma, más ambigua, más aséptica. Puede significar todo eso. O nada de lo anterior.
Foster Wallace es el producto más refinado de la élite académica
americana. Se crió entre eruditos, bajo la imponente bóveda de los
pasillos de la universidad. De ahí quizá su agorafobia. Su padre era
doctor en Filosofía.
Bolaño se formó a la intemperie, entre libros robados y poetas desterrados. Su padre fue camionero y boxeador.
Bolaño se consideraba un salvaje, pero contrariamente a lo que cabría
esperar, Foster Wallace lo era bastante más, o su salvajismo era
distinto. Fue alcohólico, adicto a la marihuana, a la cocaína, al LSD.
Sufría constantes crisis de ansiedad y depresiones.
El salvajismo de Bolaño respondía a un apasionado vitalismo. El de
Foster Wallace, a una intensa pulsión de muerte, a un marcado instinto
de autodestruccción.
La mirada de Foster Wallace era una cámara multilenticular capaz de
enfocar el cosmos o el detalle más insignificante con una precisión
absoluta. Ese foco rabioso lo dotó de un talento extraordinario para la
sátira y para lo grotesco.
Bolaño era más bien una araña, una araña infatigable tejiendo el
infinito. Su telaraña posee múltiples capas, o atraviesa múltiples
dimensiones. Era el maestro indiscutible de la vaguedad, de lo onírico,
lo inefable.
Los dos eran ambiciosos. Todo lo ambicioso que puede ser un escritor.
Los dos poseían una profunda conciencia moral.
Los dos empujaron la literatura hacia adelante sin abandonar nada de lo importante que había detrás.
Los dos murieron de forma prematura. Los dos vivieron y escribieron a
contrarreloj bajo la sombra de sendas espadas de Damocles: una soga que
se estrechaba, un hígado que naufragaba.
A los dos les apasionaba el sexo.
Sí, hablemos de sexo, por qué no.
David Foster Wallace es un exhibicionista. Le gusta que miremos mientras
se hace una paja monumental. La eyaculación, debemos admitirlo, es
espectacular, propia de Moby Dick. Digna de ver.
Roberto Bolaño es un seductor, y mientras nos debatimos entre dejarnos
seducir o huir despavoridos, él ya nos ha hecho el amor. Cuando por fin
se va, aún nos tiemblan las piernas.
Foster Wallace abruma. Leerle encoge el escroto al más talentoso escritor.
Bolaño inspira. Tras leerle, hasta el peor escritorzuelo se siente capaz
de todo. Es más: me atrevería a decir que no hay lector de Bolaño que
no se lance a escribir.
Por supuesto, para tener una vida sexual sana, o una vida sexual a secas, hay que leerlos a los dos.
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