12/4/12

La dueña

Durante unos meses del año 2000, viví en una residencia para estudiantes en la que, sin embargo, abundaban más los aspirantes a militares profesionales, los provincianos con ganas de triunfar en Madrid, los poetas borrachos y otros personajes bastante desorientados, entre los que me incluyo. Pero de todos los seres extraordinarios de aquella feria, destacaba sin esfuerzo la dueña del hostal, cuyo nombre he enterrado por alguna razón en lo más profundo de mi subconsciente.

Hablaba siempre tranquila, con sus grandes ojos muy abiertos, sin pestañear, impávida como una presentadora del telediario. Fuera de las horas de comidas, cerraba la nevera y los armarios de la cocina con candado. Su repertorio de recetas, bien variado, parecía tener como único punto en común el hecho de que disuadía de repetir incluso al más hambriento. A menudo nos peparaba croquetas, al menos ella las llamaba así. Eran unos bolones empanados tan macizos que teníamos que comer por turnos, porque si ponía una en cada plato, las patas de la mesa terminarían cediendo. En cuanto a lo que ella consideraba bechamel, según recientes estudios, es asombrosamente parecida a la argamasa que utilizaron los ingenieros romanos para erigir su imperio de pedruscones de granito y mármol. Cuando los comensales comenzaban a dispersarse, ella se acercaba con voz dulce y, no sé si con ingenuidad o mala uva, preguntaba: "¿Tienes más hambre?". Si asentías, la respuesta era siempre la misma: "Pues todavía quedan croquetas".

La carne no entraba en esa casa a no ser que fuera de extraperlo. La dueña era más de pescado, como aquel enorme pez gris y de piel áspera que un día nos plantó en la mesa. Tenía los ojos tan grandes e inexpresivos como los de ella. Había que compartirlo entre ocho o diez personas, y ninguna sabía o se atrevía a trinchar ese animal que muy probablemente había pasado sus mejores años en el estanque del Retiro. Creo que ella nos miraba desde el quicio de la puerta, con cierta curiosidad.

Era una mujer muy espiritual, su marido se iba de vez en cuando a sudamérica de misiones, de ahí que no le preocuparan cosas tan mundanas como darnos de comer algo comestible. Bueno, siendo fiel a la verdad, recuerdo un día en que nos dio huevos fritos. Por un momento dudé de si había muerto de inanición y me encontraba ya en el paraíso. Devoré el huevo con tanta voracidad que la dueña temió que me quedara con hambre: "Si tienes más apetito, quedan croquetas", soltó desafiante.

La limpieza tampoco era una de sus prioridades. Con el trasiego de gente, las pelusas y restos de comida iban cambiando de sitio y formaban a menudo curiosos patrones decorativos sobre las viejas baldosas. En cualquier caso, poco importaba que hubiera mugre en el suelo, ya que las ratas y cucarachas se cuidaban muy mucho de entrar en esa casa salvo en casos de necesidad extrema.

Su fachada de dulzura artificiosa e impertérrita se resquebrajaba un poco tan solo con el tema de la lavadora. No soportaba que separáramos la ropa clara de la oscura, que el tambor rodara lleno solo a medias durante horas. La recuerdo dándonos instrucciones al respecto retorciéndose las manos angustiada, y con un tic en un ojo, aunque quizá el tic lo he añadido yo. Había que apretujarlo todo como en un número de contorsionismo textil, y luego teníamos que formar una cadena humana y tirar entre todos para sacar de ahí un calcetín.

Seré franco: no la añoro. Pero hoy algo ha hecho clic en mi cabeza y la he visto de pronto desde una nueva perspectiva. Preferencia por el pescado, ausencia de productos cárnicos, optimización del consumo energético de los electrodomésticos, uso reducido de artículos de limpieza, higiene personal contenida. En mi ignorancia, siempre la consideré avara, tacaña, la reina de las ratas. Y ahora, después de tantos años, solo ahora caigo en la cuenta de que esa señora era en realidad una pionera, una visionaria, una defensora del medioambiente como la copa de un pino.

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