1/4/12

¡Arturo!

Me telefonea de vez en cuando. No tanto como para querer cambiarme de número, pero sí lo suficiente como para que no me olvide de él. La llamada se produce preferentemente a la hora de la siesta; sin embargo, su voz madura me disuade de considerarlo algún tipo de broma. En todas las ocasiones, se salta los prolegómenos habituales en cualquier conversación civilizada y va a lo que va:

-¡Arturo!! ¡Arturo!!

Invoca con tal exigencia al tal Arturo que da la impresión de que le vio un día mirándole el culo a su hija con deseo, y se dispone a tener una charla con él de hombre a hombre. Yo siempre le respondo igual:

-Me parece que se equivoca, aquí no hay ningún Arturo.

El hombre se disculpa y cuelga, pero en mi respuesta debe de haber algo mal. Algo falta o algo sobra, porque mi interlocutor no se queda satisfecho, y lo habitual es que marque de nuevo mi número con la esperanza de que esta vez dé mi brazo a torcer, y se ponga Arturo al aparato.

-¡Arturo, Arturo!!

Solo espero que no se trate de un asunto urgente, ya que no parece probable que vayamos a salir pronto del bucle. Me hace sentir un poco como Bill Murray en Atrapado en el tiempo, condenado a vivir el mismo día ad infinitum hasta que haga las cosas como Dios manda. Quizá el problema esté en mí, quizá debería salirme de mi férreo guión y ofrecerle ayuda, sea para lo que sea. O seguirle la corriente y decirle que claro, claro que que soy Arturo, que qué se cuenta de nuevo. Por lo pronto, he decidido lo que voy a responder la próxima vez:

-Arturo ha salido un momento. Yo soy Sir Lancelot, ¿puedo ayudarle en algo? ¿Quiere que le deje algún recado?

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