22/5/12

Colas

En la glorieta que hay junto a mi casa empiezan y terminan varias líneas de autobús. Ese hecho quizá lleve a preocuparse a más de uno por las largas colas que debo de tener que soportar cada vez que quiero realizar un trayecto en transporte público. Y aunque en efecto es así, no es en absoluto como imaginan. En mi barrio, lejos de los itinerarios habituales de los políticos y empresarios de éxito de la ciudad, y del indiscriminado tiroteo fotográfico de los turistas, han cambiado la cola del autobús por la cola… del autobusero.

Reconocer a los autobuseros en sus minutos de descanso resulta de lo más sencillo: gafas de sol oscuras, camisa azul, pantalones negros, y la chorra en la mano. Al pasar junto a la parada, se debe ir rápido  y dando saltitos si uno no quiere que le salpiquen. Pero salvo por eso y el insoportable hedor a orines en las paredes que se libraron de los graffitis para ser víctimas de un mal mayor, supongo que no puedo quejarme. 

Y si puedo, no me sale. Al menos no con la naturalidad de la joven Z, que viendo cerca de su casa a uno de los señores Smith sopesándose el miembro con la palma de la mano y dibujando un corazón en la acera con su potente meada, se acercó decidida a él, con su carlino en brazos, y le preguntó levantando mucho la barbilla si es que no le daba vergüenza. El autobusero, sin apenas disminuir la potencia del chorro, le contestó que qué quería que hiciera, que si tenía ganas, pues tendría que mear. Y luego, al percatarse de la presencia del perrito, que con su morro aplastado, parecía mostrar también cierta indignación, no dudó en añadir:

–Y, bueno, su perro también se mea en la calle, ¿no?

–¿Y eso es usted, un animal? –y con cada pregunta se acercaba a él un paso– ¿No tiene conciencia? ¿No sabe lo que es un bar? ¿Nadie le enseñó nunca a ir al baño? ¿Acaso va a cuatro patas?

Por lo que cuenta la propia Z, el autobusero huyó sacudiéndose las últimas gotas por el camino, temiendo quizá acabar con una correa al cuello y comiendo galletas de un cuenco.

Yo también terminé cantando las cuarenta, pero opté por la reacción típicamente masculina: quejarme por teléfono. Primero al ayuntamiento, luego a la comunidad, finalmente a no sé qué departamento con el que se cortó la comunicación en el momento clave. Irritado, colgué el teléfono, y el chasquido violento del aparato me hizo tomar conciencia de sopetón de que me estoy haciendo mayor.

El otro día vi de nuevo bajarse del bus al conductor; en esa ocasión, una conductora. Gafas de sol, camisa azul, pantalones negros, y una larga cola de caballo. La seguí con la mirada largo rato, intrigado. ¿Entraría en un bar? ¿Se acuclillaría en el bordillo? ¿O se bajaría la bragueta y enarbolaría orgullosa también ella una buena cola?

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