Si
uno recorría este fin de semana la Feria del Libro de Madrid,
desfilaban ante sus ojos rostros más o menos ilustres, más o menos
respetados, o más o menos familiares, como los de Eduardo Galeano, Paul
Preston, Fernández Mallo, Lucía Etxebarría, como si pasearse a lo largo
de las casetas fuera una especie de zapping literario; y de
pronto aparecía una cara que desentonaba, una cara que podría ser la de
cualquiera, una cara que a nadie se le ocurriría meter en el mismo saco
que las de esos literatos que regalaban firmas con la alegre filantropía
con que los Reyes Magos reparten caramelos.
Ajeno
a este hecho, yo posaba contento en mi caseta, hasta que un amigo me
contó que había sido testigo de la extrañeza de un par de visitantes al
encontrarse con mi cara en un cartel, y repetida justo debajo en carne y
hueso.
–¿Alan
Grané? ¿Y ese quién coño es? –preguntó uno al borde de la indignación,
imaginando tal vez que mi presencia respondía a algún tipo de
negligencia.
–Bah –respondió el otro bufando–, seguro que es uno de esos listillos.
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