3/4/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 2x03

El señor acude por la mañana al estanco a imprimir una nueva tanda de fichas escolares para sus hijos, y enseguida le llama la atención ver al estanquero sin guantes de látex. Pero su asombro es aún mayor cuando le ve chuparse los dedos para contar las hojas. El señor se contiene y no dice nada, pero piensa que tal vez la gente empieza a relajarse. Sin embargo, por la tarde se ve obligado a regresar al estanco porque se había olvidado de incluir en el USB otra docena de fichas. Quien le atiende esta vez es el hijo del estanquero, un chaval de quince o veintisiete años (hace tiempo que la brújula de edad del señor anda enloquecida), y este no solo va enfundado en sus guantes, sino que viste una especie de chubasquero de usar y tirar, y porta también una gruesa mascarilla, y el señor medita sobre el asunto y piensa que del mismo modo que hay una generación de nativos digitales, los niños y jóvenes que están ahora viviendo el confinamiento podrían constituir de hecho una generación de nativos víricos o pandémicos o apocalípticos. Una generación no solo perfectamente adaptada a las restricciones de movilidad, sino que además maneja con soltura los sistemas de protección, y que vive el fin del mundo con la más absoluta naturalidad. Lo cual lleva al señor a pensar de pronto en el futuro.

Hubo un tiempo en que toda sitcom americana se marcaba un episodio futurista, uno que mostraba a los personajes veinte o treinta años después, más mayores o directamente hechos unos carcamales. El señor considera que era un recurso ineludible para los guionistas de series con cientos de capítulos: Cosas de casa, El príncipe de Bel Air, Los Simpsons. Y aunque esta serie se encuentra aún en sus albores, el señor imagina cómo sería su vida, la vida de sus hijos, la vida en general, si las medidas actuales se prorrogaran de manera indefinida a lo largo de un par de décadas.

El señor visualiza a sus hijos con veinte años. Su vida social se fundamenta en las videollamadas y las redes sociales. Sus salidas al exterior se limitan a tirar la basura y hacer la compra semanal, dos tareas para las que sorprendentemente nunca faltan ya voluntarios. Una auténtica distopía, como ven. Para ligar, sus hijos se ven obligados a pasear por el ciberespacio informes detallados con su historial clínico y la calidad de sus anticuerpos. Para los jóvenes amantes no hay nada más sensual que sus cuerpos plastificados y embadurnados en gel higienizante.

Las grandes marcas de moda diseñan guantes, gorros,  protectores faciales y para el calzado. Durante una temporada, triunfan las mascarillas digitales, que reproducen en su superficie la expresión de la boca del portador, aunque sus numerosos fallos técnicos provocan numerosos malos entendidos. 

De tanto en tanto, se producen revueltas en las calles, pequeños altercados, que enseguida son sofocadas por unas fuerzas del orden muy celosas de su trabajo, y contempladas desde las alturas por la ciudadanía, una infinidad de gárgolas impertérritas en sus balcones.

Los perros se han convertido en un artículo de lujo. Solo los más poderosos pueden permitirse uno.  Los más preciados son los canes modificados genéticamente para que carezcan de control de los esfínteres, lo que justifica sacarlos a la calle a cualquier hora del día.

El prestigio social se basa exclusivamente en su nivel como espectador. Aquellos que ven más series son mejor valorados. Ver solamente una temporada de una serie de éxito con cinco temporadas te convierte de manera automática en un paria, en alguien que no es de fiar, en alguien a quien ningún banco daría un prestámo, en alguien a quien nadie contrataría. No estar al tanto de las series es un suicidio. Algunos lo cometen. Con el tiempo terminan siendo desterrados. Infectados. Enterrados.

Nadie puede desplazarse más de cien metros. Ni para mudarse. Se extiende una práctica migrante tan original como arriesgada. Familias enteras con deseos de cambiar de barrio o de ciudad, se intercambian sus casas con familias vecinas para ir avanzando poco a poco por el mapa, saltando de casilla en casilla por el tablero de un parchís dantesco.

Los funerales se celebran en streaming. Las condolencias se expresan en emojis. Los más conspiranoicos sospechan que las imágenes del ataúd en la incineradora son siempre las mismas.

Los guantes de plástico y mascarillas abandonadas revolotean por las calles. Allá arriba, el cielo es ancho y azul.

El señor regresa a casa.

118.000 contagiados.
10.935 muertos.




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