16/3/12

Elegía por un chopo de mi barrio

¡Que crezcan los árboles en nuestras calles! ¡Que nos regalen su fresca sombra en los días calurosos y blancos! ¡Que coloreen el asfalto con sus hojas otoñales! ¡Que sus ramificaciones desnudas estimulen en invierno una dulce nostalgia! ¡Que alberguen entre su verdor los trinos y silbidos primaverales! ¡Que crezcan, que lancen sus ramas frondosas hacia el cielo, que nos distraigan con su orgánica exuberancia del hormigón sucio, del ladrillo aburrido, de las telarañas de cables que nos retienen en la ciudad! Sí, que crezcan, que crezcan… pero no demasiado.

Un jardín es vegetación domesticada, flores y plantas siguiendo un patrón, el dictado de nuestro caprichoso sentido de la belleza. Un jardín es una batalla constante entre el artificio de la geometría y el laberinto, y una naturaleza amante del experimento y del caos. Cuando el jardín se rebela, cuando el jardín se vuelve salvaje, la revolución se ataja con mano dura, con rastrillos y palas, con tijeras y sierras.

Cada vez que pasaba junto al gran chopo de la calle Alhambra, me abrumaba su poderío de árbol viejo y mágico, su silueta orgullosa, digna de aparecer en el blasón de la familia más noble. Pasaba por la calle Alhambra y, de pronto, me veía obligado a aminorar el paso, hipnotizado por la explosión de ramas que sobresalía incluso por encima de los tejados vecinos.

Cuando escuché el mugido atronador de las sierras mecánicas y vi caer los enormes bloques de tronco blanco, en ningún momento pensé en la palabra poda, sino en la palabra amputación. Algunos curiosos asistían como liliputienses a la tortura del gigante, que soportaba su suplicio con el silencio de los valientes. Incrédulo ante la evidencia, quise creer que tal vez pretendían tan solo meter en vereda al rebelde, encauzarle, ayudarle a retomar el buen camino: el nuestro. Sin embargo, cuando hoy he visto a lo lejos la fachada del edificio que solía esconderse tras el gran chopo, he recordado con pesar que ningún imperio perdonaría jamás a ningún Espartaco.

En la acera hay ahora solo un tocón. Y hasta su mínima expresión conserva un aura de grandeza. Sí, es un tocón, pero uno que podría servir de mesa al mismísimo Rey Arturo y sus caballeros. Pero descartada la posibilidad de arraigar en la leyenda, el coloso vive ahora una vida de lombriz, los tentáculos de sus raíces escapando bajo tierra en todas direcciones. Y sé que también esta huida tendrá un abrupto final, en cuanto choque ciegamente contra una cañería o haga saltar los azulejos de la cocina del presidente de alguna comunidad vecinal.

No hay comentarios:

Publicar un comentario