11/3/12

Conversación robada II. Búho.

Los tres chicos suben entre risas al autobús, sus alturas tan gradualmente escalonadas como si fueran los hermanos Dalton. Si no fuera por el hecho de que no suena música alguna, cualquiera juraría que nos encontramos en el momento álgido de la noche de una discoteca de moda. El conductor nos exhorta cual DJ a juntarnos aún un poquito más. El de en medio de los Dalton se da cuenta de que en el amplio asiento para obesos hay una chica bastante delgada, y se apresura a sentarse a su lado, para que nadie pueda decir que en ese autobús se está desaprovechando siquiera un centímetro cuadrado. La chica, lejos de parecer molesta, abre mucho los ojos, gratamente sosprendida por el giro que ha dado su noche.

-¿Qué? -pregunta el chico muy cerca de ella-. ¿A dónde vas?

-A casa.

-Ah, ¿dónde vives?

-En Lucero, -y aunque todavía no logro entender cómo lo hila sin que quede artificial, añade- vivo sola. ¿Y vosotros, vais ya también para casa o seguís de fiesta?

-Seguimos, seguimos. Estábamos por Huertas, pero nos ha llamado la prima de este, que hace una fiesta en su casa, en Aluche. Así que para Aluche que nos vamos.

El autobús sigue engullendo gente como un gusano descomunal, por cuyo sistema digestivo me veo obligado a seguir avanzando. Casi he perdido de vista a la pareja protagonista, pero a cambio, voy a parar justo en frente de los secundarios, el alto y el bajito. En frente quizá no es del todo exacto, casi parece que estamos bailando juntos una balada.

-Joder, qué hijoputa.

-Mira cómo tiene la mano ella, ya verás como en una o dos paradas, le acaba abrazando la espalda. Qué cabrón.

La mayor parte del tiempo, los amigos guardan silencio (supongo que tal vez no suelen hablarse mucho, dado que siempre están separados por el Dalton de enmedio). A veces sí comentan algún chisme sobre no sé quién, o las ventajas de tener un móvil específico para salir, pero siempre terminan hablando de lo mismo, como si los del asiento para obesos tuvieran una fuerza gravitatoria que impidiera hablar de cualquier otra cosa. Así que mientras aquel despliega su juego, el dúo sacapuntas se convierte en una improvisada pareja de comentaristas deportivos.

-Lo peor es que este se queda en el bus, ya verás.

-Qué hijoputa.

-Joder, macho, que le dé el guasap y ya está.

-Qué hijoputa.

-¡Eh, putero! -le grita uno de ellos entre la multitud-.

-¡Gigoló! -añade el otro.

-¡Venga, que nos bajamos en esta! -mienten los dos.

Durante un par de paradas, interrumpen los comentarios. El conductor quiere también su momento de gloria, y grita a los nuevos que tratan de colarse por la puerta de atrás, y a los antiguos, exhortándonos a que sigamos circulando; su autobús debe de parecerle un tren de veinte vagones. Además, desde su puesto no logra ver las capas de viajeros que se han ido fundiendo contra la luna trasera, como si fueran líneas completas del tetris.

Al poco, se une a nosotros la pieza que faltaba. El héroe regresa a casa con una sonrisa descomunal por botín.

-¿Tengo rojo? -les pregunta a sus amigos.

-No, no, pero ¿qué te ha dicho?

-Pues nada. Ha empezado con que le habíamos hecho gracia, que ella tenía la risa fácil. Y nada, que vive sola y que si quería, pues que me fuera con ella. Ahora no sé cómo se llamaba, pero bueno, me ha dejado una perdida. Veintiocho años.

-Qué hijoputa.

-Estábamos hablando y, de pronto, me estaba comiendo la boca, por eso os pregunto si tengo rojo.

-Joder, pero ¿te gusta?

-Sí, sí me gusta. Y si encima tiene piso y es de follar fácil…

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