8/3/12

Secretos

No, sin duda, ningún crío se pone de pie en clase para decirle al profesor que de mayor quiere ser chivato. Es una de esas actividades que no tienen nada que ver con aptitudes, voluntades o vocaciones, sino con algo mucho más profundo: la propia identidad. El chivato no nace ni se hace, simplemente es.

Uno se esfuerza en escribir mejor, en pulir las ideas, en crear una atmósfera determinada, pero no hace falta poner ningún empeño en ser rubio… o calvo. Se es o no se es (frase cacofónica donde las haya). Y he descubierto, a mi pesar, que yo lo soy. Sí, calvo también.

En un fin de semana destapé dos secretos, una media que no creo que superen muchos delatores profesionales. Claro que yo ni siquiera sospechaba que tuviera que guardar silencio (eso a ningún chivato le entra en la cabeza): si se puede contar lo que nos han susurrado al oído, nada nos impide hacer circular las historias que no llevan el sello de top secret. Yo diría más: casi nos sentimos en la obligación moral de airearlo lo antes posible, con la premura del que salta de la taza del retrete nada más acabar y abre la ventana de un manotazo para que no llegue a las fosas nasales del siguiente el insoportable hedor que hemos provocado.

El primer secreto lo solté en un picnic campestre, como quien abre las manos para que eche a volar una hermosa paloma blanca. Ahí estaba P, un conocido con el que seguramente no conversaría si no fuera porque los dos solemos terminar en el corrillo de los fumadores. P se divorció hace unos meses y ahora comparte piso con un amigo. Preguntarle por el divorcio, un tema tan delicado, hubiera sido de mal gusto, pero mientras trataba de dar forma a unos aros de humo que no lograrían rellenar el silencio por mucho más tiempo, recordé que V, un amigo común, me comentó que P estaba algo cansado ya de las peculiaridades de su compañero de piso y que tenía planeado mudarse en breve, así que con toda la inocencia que me ha sido conferida, le pregunté: "¿Qué, te has mudado ya?". P torció el gesto y soltó humo por la nariz, aunque me había parecido verle apagar el pitillo unos minutos antes. Inmediatamente, se giró hacia J, otro amigo suyo.

-Joder, J, ya te vale, tío.

Al parecer, P le había confiado sus planes únicamente a J. De hecho, su compañero de piso no había sido aún informado. J se lo había contado a V. Y V me lo había contado a mí. Ahora yo cerraba el circulo, como otro gigantesco aro de humo que señalaba a J como delator original. El delator delatado. P, molesto, le reprochó a su amigo su falta de discreción, meneando la cabeza incrédulo y decepcionado. Como es lógico, P no quería que su compañero de piso se enterase por otro. Mientras seguían a lo suyo, apagué silenciosamente el pitillo y me alejé en dirección a la mesa plegable. Allí me llené la boca de patatas fritas, en un desesperado intento de obligarme a mantener, aunque fuese durante unos segundos, la boca cerrada.

El otro secreto lo trinché en la cocina como a un pollo asado. B anda últimamente muy estresada. La presión en el trabajo, las hospitalizaciones recientes de su padre, los niños... El caso es que hace unas semanas se desmayó. Los médicos lo atribuyeron inequívocamente a un ataque de ansiedad. B es muy suya para estas cosas, y, en parte por no preocupar y en parte porque prefiere llevar todas sus cargas ella sola, no se lo comentó a P, su madre. Al menos, no inmediatamente. Y, cuando lo hizo, omitió el episodio del desmayo. Y con la madre estaba yo precisamente en la cocina, preparando unos tentempiés, cuando comentó:

-Pues parece que B tuvo un ataque de ansiedad hace dos semanas…

Si conservar un secreto es tan difícil como sostenerse en equilibrio sobre el palo de una escoba, mantenerlos con unos sí y con otros no, o entrar en el juego de las medias verdades, es como intentar subirse a ese palo en mitad de un terremoto. En cualquiera de los dos casos, yo no aguantaría ni un segundo. Ya me costó lo mío aprender a ir en bicicleta, y eso con ruedines.

-Sí, bueno -dije, yo- el del desmayo, ¿no?

-¿Qué desmayo? -preguntó extrañada la madre-.

Otra de sus hijas, viendo que la cosa ya no tenía remedio, le contó a su madre lo sucedido, pidiéndole al acabar, eso sí, que no le dijera a B que se había enterado por ella. Tan sigiloso como de costumbre, cogí un plato de triángulos de queso con una mano, y uno de jamón con la otra, y salí rápidamente, como temiendo que las tapitas llegaran frías a la mesa, y ya se sabe que el queso y el jamón fríos no valen nada.

Después de este fin de semana, algunos chivatos, avergonzados de su naturaleza, se prometerían seguramente hablar menos de ahora en adelante o procurar no enterarse de nada susceptible de ser contado. Yo, sin embargo, puesto que se me antoja una batalla perdida de antemano, he optado directamente por colgar las historias en la Red.

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