13/6/12

Espejismo

Sentado en el pretil de hormigón de la boca de metro, sigue el ajetreo algo nervioso que acompaña el arranque de cada jornada en la gran ciudad. Delgado, seco como si lo hubieran estrujado. Su rostro, un mapa de grietas, surcos y sombras. Lleva una camiseta sin mangas sucia, polvorienta, con marcas de sucesivos rodales de sudor. Sus brazos largos y fibrosos son de un intenso color rojizo, tan escamados que en algunas zonas se le ha desprendido la piel dejando al descubierto una capa rosácea y delicada, como desconchones en una vieja pared. Se diría que este hombre lleva años atravesando en solitario un desierto infinito. Un desierto cuyo único límite es el horizonte, siempre escurridizo, siempre inalcanzable. Le veo contemplar el trajín de la mañana, los oficinistas, los obreros, los estudiantes que entran y salen del metro, las madres que van de un lado para otro, empujando cómodos cochecitos, los camiones de reparto en doble fila que dejan escapar por sus compuertas traseras cajas, palés y carretillas, y me doy cuenta de que mira todo eso con cierta extrañeza y con cierta desconfianza, como si sospechara que puede tratarse de una trampa, de un espejismo. Como si a pesar de haberle dado cientos de vueltas en su cabeza no lograra entender por qué toda esa gente no está cruzando el desierto con él.

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