Si no me llevo un libro al parque cuando voy con mi hijo, no es por falta de ganas. De hecho, abundan los momentos tediosos en que el niño no pega a nadie, no se cae o no recoge cristales rotos del suelo, y en los que además, prefiere jugar con sus minúsculos amigos a hacerlo conmigo; por otra parte, el clima, más suave, y la luz, cada vez más omnipresente, son una sugerente invitación a la lectura. Así que, como digo, si no llevo un libro no es porque piense que no voy a disfrutarlo: es por pudor.
Me inunda una serena felicidad al imaginarme ahí, sentado en un banco, leyendo o simplemente hojeando un libro cualquiera, a la luz del sol que se filtra entre las ramas de los árboles, y alzando la vista de tanto en tanto para comprobar que todo va bien, y encontrarme con la mirada de M, sonreírnos y luego seguir cada uno a lo nuestro. Pero la ensoñación termina siempre abortando por el qué dirán. Me da vergüenza ser visto por los padres de los otros niños como un cultureta, un friki y un antisocial.
Por suerte, ayer di con una solución, imperfecta, pero solución al fin y al cabo: leer en el móvil. Voy paseando, dando vueltas al parque, o siguiendo al niño cuando se aleja demasiado, y leyendo en la diminuta pantalla cuentos de Monterroso, por ejemplo, y esto ya me da menos apuro, porque estoy convencido de que mi actitud será seguramente disculpada, mis gestos sin duda interpretados como los de alquien que escribe un wassap o comprueba el correo por enésima vez.
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