19/3/20

CORONAVIRUS, la serie. Episodio 10

El señor habla por teléfono con su hermano, que está en Sabadell, encerrado con tres niños en casa. Hace unas semanas sufrió una pequeña fractura en la mano y ahora han dejado de aplicarle el tratamiento que requiere. No voy a aplaudirles, le dice al señor, primero porque no puedo, segundo porque no les da la gana arreglarme la mano. En el hospital le han dicho que lo estudiarán a fondo cuando todo esto pase, frase que se ha convertido en algo así como un mantra o un comodín, pero el hermano del señor teme que la fractura mal curada derive en una lesión crónica. Cuando todo esto pase.

A mediodía, el señor toma la decisión de fugarse de casa con una bolsa de Mercadona como coartada. Se cruza con algunos individuos en la distancia. Hay intercambio de miradas llenas de recelo, como en un western. Cada uno carga con su visado: un perro, una garrafa de agua, un carro de la compra.

El señor sigue dando la vuelta a la manzana por las calles menos transitadas. El barrio está tomado por las palomas, las urracas, la maleza y los dientes de león. No hay niños que los soplen. Desde el punto más elevado, contempla en silencio el skyline de Madrid, blanco y polvoriento como si hubieran lijado el cielo. El señor se da cuenta de que por esas calles no hay comercio alguno, y de que si la policía lo para, sus explicaciones van a estar plagadas de tropiezos e inconsistencias. Vuelve a casa sin demora.

Los niños se entretienen en la terraza haciendo penes, vulvas y culos con pompas de jabón, actividad que no figuraba entre las 500 que han recibido a lo largo de estos días a través de las redes sociales, y eso lo alegra. Comienza a tomar forma, piensa el señor, la Cuarentena Ideal, los parámetros socialmente aceptables y deseables según los cuales uno debe conducirse durante este trance, que implica gestos solidarios como los aplausos de balcón, tablas de ejercicios dignas de opositores a bombero, talleres infantiles 24/7, copas virtuales con amigos, puesta al día del catálogo de Netflix, y seguimiento de cursos que nos permitan convertirnos de una vez en la mejor versión de nosotros mismos. Y todo con una sonrisa. Es el apocalipsis del buen rollo. Lo cual está muy bien, mientras nadie trate de imponerlo. El señor puede o no hacer algunas de esas cosas, pero de manera instintiva, desconfía de las tendencias y las recomendaciones. ¿De dónde diablos han salido todos esos expertos domésticos en el fin del mundo?, se pregunta el señor. ¿De dónde sacará esa gente el valor para dar consejos tan brillantes como, por ejemplo, el de llamar por teléfono a amigos y familiares?

Al señor le empieza a apetecer un poco de mal rollo. Solo por variar. Tras las canciones, tras los aplausos, tras las reivindicaciones a golpe de olla y los arcoiris pintados en las ventanas, el señor confía en que vengan las pedradas.

Deja languidecer la tarde simulando trabajar frente al ordenador. Después, mientras prepara una masa de pizza con sus hijos, oye una especie de cencerro procedente del portal, y recuerda que hoy era la cacerolada al discurso de Felipe VI.








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